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El acto estuvo organizado por el Colectivo para el Estudio de la Historia Social , a las 18.30, del pasado martes, esta conferencia llevó como título el nombre del filósofo jienense Manuel García Morente, y estuvo a cargo del doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid Francisco Javier Carballo Fernández y del maestro y redactor de "Al pie de la parroquia", Aurelio Ortega Barrera. Tuvo lugar en la Biblioteca Provincial y abordó la figura de García Morente, nacido en Arjonilla en 1886 y que, además de su obra de creación propia, fue un gran divulgador y traductor de obras de pensadores europeos, en especial de Kant. El filósofo jienense se formó en Francia y luego impartió clase en la Institución Libre de Enseñanza. Después amplió sus estudios en Alemania, donde conoció a los neokantianos. Fue catedrático de Ética en la Universidad de Madrid y en sus últimos años asimiló la filosofía tomista y se ordenó sacerdote.
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GARCÍA MORENTE, HUMANO
Buenas tardes:
Como preámbulo a mi exposición, he de agradecer a D. José Benítez la deferencia que ha tenido al invitarme a participar en estas jornadas.
Yo no soy filósofo de profesión, aunque, como todo ser, me hago preguntas sobre el por qué y el para qué de la existencia, nos preguntamos de dónde venimos y hacia dónde vamos, quiénes somos y lo que podríamos hacer de nuestra vida. Cuando escuché por primera vez la célebre respuesta de Sócrates a la pitonisa de Delfos: “Solo sé que no sé nada”, se despertó en mí la ilusión por aprender. Los filósofos de la Antigüedad llegaron a decir, que si una persona no se plantea las preguntas fundamentales de la vida y solamente vive de un día para otro, habrá "fracasado" en su existencia.
“Una ciencia, una disciplina, un «hacer» humano cualquiera, recibe su concepto claro, su noción precisa, cuando ya el hombre ha dominado ese hacer. Sólo sabrán ustedes qué es filosofía cuando sean realmente filósofos” – decía nuestro pensador.
Soy un simple maestro que siendo niño, nada más aprender a leer, había tenido interés en conocer al personaje, cuyo nombre aparecía en una inscripción del paseo de Arjonilla: “En esta casa nació el 22 de abril de 1886 el virtuoso sacerdote eminente catedrático de Filosofía y Académico Don Manuel García Morente”
Ya en la adolescencia, escuchaba hablar de Don Manuel y me producía una satisfacción enorme pensar que en este pequeño pueblo había nacido tan gran figura, de modo que, con el paso del tiempo, comencé a indagar más y más. Cuando tuve entre mis manos el libro Fundamentos de Filosofía, me lamenté de no haber tenido este texto en mis estudios, en él, García Morente, demuestra, primordialmente, sus dotes como profesor universitario; después descubrí que también era un magnífico traductor al castellano de obras de filósofos alemanes como Kant, Leibniz, Hussed, Spengler, etc. Entre sus obras originales se cuentan La filosofía de Kant, La filosofía de Henri Bergson, Idea de la Hispanidad, Ensayos (1945), Ejercicios espirituales (1961) y, sobre todas, las Lecciones preliminares de filosofía, fruto del curso que dictó en la Universidad de Tucumán en 1937, tomado taquigráficamente y luego revisado por el autor, originalmente publicadas por esa Universidad y después repasadas y ajustadas con el título: “Fundamentos de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos” con Juan Zaragüeta, que es el texto del que les he hablado anteriormente.
Quizás el haber sido tomado de viva voz, sea la clave del apasionado interés con que el estudiante, o simplemente el estudioso, lee este libro de introducción a la filosofía, tan distinto a los que suelen escribirse ex profeso para la enseñanza. En él descubrimos el rigor en el uso de los términos, en la exposición del pensamiento de cada filósofo estudiado, de cada escuela, a la vez que la espontaneidad, la gracia del lenguaje oral, la savia del pensamiento vivo –expresado con riqueza, precisión y elegancia– que no quiere encerrarse en fórmulas, sino comunicarse, ser vivido de nuevo, despertar amor e interés por la filosofía en el ánimo del discípulo, quien –guiado por un maestro que ha dedicado su vida a la meditación de sus temas– vuelve a plantearse como problemas propios los problemas del ser y del conocimiento que se plantearon, a su tiempo, los filósofos –desde los presocráticos hasta Heidegger y Ortega y Gasset; desde el nacimiento de la filosofía hasta el inicio de la de nuestra época–. Es decir, que a través de la historia de la filosofía que García Morente expone –con la diáfana claridad que le era propia–, el lector –uno más de sus discípulos– va aprendiendo a pensar, a criticar, a poner en tela de juicio la opinión común, y a intentar darse una respuesta sincera.
Todo esto, como les decía, despertó y alimentó mi interés, hasta que en 1983, siendo concejal del ayuntamiento de Arjonilla, intentamos engrandecer, como se merece, a quién junto al trovador Macías, el jesuita y gramático del siglo XVI Juan del Villar y Francisco González Peinado, uno de los padres de la Constitución de 1812, ha hecho que Arjonilla sea conocida en todo el orbe, sin olvidar a otros grandes personajes contemporáneos del mundo de la cultura que siguen poniendo muy alto este pabellón.
Solo la inscripción citada, una calle con su nombre y el colegio público de educación primaria, hacían honor a su nombre, por lo que era necesario abundar en el reconocimiento de su figura, de modo que, a partir de los 80, se suscitó la idea de que en 1992, fecha en que se cumplían los 50 años de su fallecimiento, habría que hacer un acto público de afirmación de tan insigne figura.
Después de algunas reuniones, se pensó en la realización de un busto y en hacer que la fecha del 7 de diciembre de ese año fuera un día inolvidable para el pueblo.
Fui encargado de la organización del acontecimiento y me puse manos a la obra, en primer lugar contacté con la familia, con sus hijas y nieto y curse invitaciones a cuantos personajes del mundo de la cultura, y en especial de la Filosofía, habían tenido algo que ver con nuestro profesor. En un principio me sentí pesimista, pues hubo cantidad de miembros de la universidad que se excusaron, recuerdo que uno de los autores más relacionados con él, fallecido hace unos años, me escribió una carta diciendo que no le gustaba participar en actos conmemorativos de la muerte, y, aunque traté telefónicamente de razonar que era un día de alegría porque se reconocería un poco más la importancia de Garcia Morente, no hubo manera, excusándose, también, por su precario estado de salud.
Por la tarde, en el salón de actos de la Casa de la Cultura, se produjo un encuentro entre las hijas y los alumnos del colegio que lleva el nombre del profesor, una pequeña sugirió que contaran brevemente la historia de su padre desde que nació, Maria Josefa dijo textualmente: “nuestro padre nació en la casa que hay junto al busto y nació aquí porque su padre era médico titular, destinado en Arjonilla, permaneciendo poco tiempo, porque el doctor fue trasladado a Granada como oftalmólogo. Él conservaba un recuerdo, más que de su niñez, de cuando ya mayor, volvió a visitarla varias veces.
Cuentan que, estando en el seminario, a mi padre le dijeron que había un muchachito allí estudiando que era de Arjonilla, sintió tanta alegría que le mandó llamar y entablaron una relación de amistad, se trataba de D. Angel Martínez Carmona (+2001), que fue párroco de San Ginés de Madrid.
Cuando llegó el momento de estudiar, como su padre se había especializado en oftalmología, en Francia, y reconocía que la educación impartida allí, en aquellos tiempos, era superior a la nuestra, lo matriculó en el Liceo de Bayona, como había hecho con sus dos hermanas mayores que también estudiaron en Francia. Nuestro padre consiguió el Grand Prix en bachillerato, pasando a la Sorbona donde se especializó en Filosofía conociendo a grandes profesores, como Bergson, Levy Brühl y otros.
Cuando se licenció le ofrecieron la posibilidad de trabajar allí, pero lo rechazó porque deseaba volver a España.
Pero antes de volver pasó a Alemania donde se hizo un gran experto en la traducción de las obras de Kant, volvió a Madrid y ganó la cátedra de Ética de la Facultad de Filosofía y Letras y allí permaneció hasta su muerte”.
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¿Cómo transcurría un día cualquiera de la familia García Morente?
- Mi padre era muy madrugador, trabajaba por la mañana en la universidad, normalmente tenia clase a las 9, por lo que salía con mucha antelación. Nuestra madre se ocupaba de la casa y de cuidar a sus hijos, estamos hablando de años anteriores a 1920, entonces las mujeres casadas no trabajaban, en general. Además de su actividad en la universidad, era asesor literario de la editorial Espasa Calpe.
A la hora del almuerzo, llegaba puntualísimo y le gustaba que estuviera la mesa preparada y nosotros sentados, era muy exigente y no le gustaba esperar.
Después tocaba el piano porque la radio (Marconi 1895), a pesar de ser ya invento, no existía prácticamente, de modo que después del piano conversábamos en familia y continuaba su jornada trabajando en su despacho toda la tarde. Algunas veces salía con nuestra madre a ver algún espectáculo, concierto, etc., y más adelante tuvo una tertulia fija en la Revista de Occidente, junto a Ortega y Gasset, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez, los Jiménez Franu, los Orueta y otros relevantes personajes del momento; se retiraba relativamente temprano, pensad que en esos tiempos la gente normal tenía que estar en su casa a las diez.
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¿De dónde provenía su afición a la música?
Él era el más pequeño de la familia, sus dos hermanas recibían clases de piano, era una costumbre de la época; venía un profesor a casa, a una de ellas no le gustaba mucho. A nuestro padre le encantaba tanto la Música que se metía en las clases de sus hermanas y luego tocaba mucho mejor que ellas. Decía que en vez de filósofo tenía que haber sido músico, pero eso lo decía riéndose porque su verdadera vocación era la Filosofía.
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¿Háblennos de su carácter?
Tenía un carácter fuerte, era un hombre enérgico, serio, reflexivo, apasionado, exagerado, “extremoso en todo” como él decía, muy cariñoso con nosotras, no nos regañaba, pero cuando hacíamos algo que no le gustaba nos hacia unas consideraciones doloridas, como sintiéndose frustrado de nuestra actitud, y eso nos hacía sentirnos peor que si nos hubiera dado una bofetada. Era muy severo, austero en su modo de ser, en sus costumbres, pero al mismo tiempo enormemente exigente consigo mismo, lo que quería de los demás se lo imponía él, Cuando tuvo un cargo oficial era el primero que llegaba al ministerio y exigía a todos en su trabajo, una falta de cualquier tipo le sacaba de sus casillas. Luego, con la edad y las circunstancias de su vida se fue dulcificando muchísimo su carácter.
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¿Qué pensaría del busto que hemos inaugurado?
Estaría azarado, pues no era nada postinero, no le gustaba nada figurar, era un hombre muy sencillo, no obstante se hubiera emocionado, aunque, en principio, se hubiera sentido halagado, no le habría gustado del todo, porque era muy natural y no le parecía que hiciese algo extraordinario, consideraba que lo que hacía era lo que tenía que hacer.
- ¿En las conversaciones familiares hablaba de Arjonilla? ¿Qué significaba para él?
Pues mucho no, porque no había vivido aquí y fueron pocas las veces que pudo visitarla, pero se sentía muy andaluz de corazón y muy entusiasta de la cultura andaluza, de Jaén, su tierra, como él decía, era consciente de que había nacido en Arjonilla y estaba bautizado en su parroquia. Si hubiera vivido más tiempo se habría enamorado pues es uno de los pueblos más bonitos que conocemos.
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¿A su padre le hubiera gustado que ustedes siguieran los estudios que él tenía?
Él quería que estudiáramos y las dos hemos estudiado, hemos pasado por la universidad, pero era enormemente liberal, nos dejo elegir lo que nosotras quisiéramos y, tanto cuando yo me casé, el hombre que yo elegí le pareció muy bien, primero porque lo había elegido yo, y después porque cuando lo conoció le gustó y cuando mi hermana tomó la decisión, que su vocación le exigía, le dejo plena libertad.
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¿En qué consistió el Hecho Extraordinario?
Tras su muerte encontré un extenso manuscrito entre sus papeles, cuando tuve que levantar su casa, pues ya vivía sólo, se trataba de este “Hecho Extraordinario”, antes ya nos había dicho en un viaje, estábamos en Argentina, él estaba allí dando un curso de Filosofía, del que surgió después ese libro “Fundamentos de Filosofía” que ha sido muy importante para todos los estudiantes, que posteriormente fue recompuesto por Zaragüeta. Pero vamos, la base, fue el curso de mi padre. Cuando volvíamos para Lisboa, en el barco, una noche nos reunió en el comedor y nos comunicó que había tomado la decisión de hacerse sacerdote de la iglesia y que esa decisión era fruto de un movimiento espiritual especial que él había sentido, pero, en ese momento, no nos explicó más. El verdadero Hecho Extraordinario, tal y como lo conocemos ahora, de su puño y letra, se encontró después.
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¿Cómo reaccionaron ustedes?
Pues con muchísima emoción, porque claro, nosotros sabíamos de siempre como era, y fue sorprendente. Aunque éramos muy buenas cristianas, católicas y practicantes, como lo era nuestra madre, así que la emoción fue tan grande porque nosotras habíamos pedido siempre, al Señor, que nuestro padre volviera a la fe, no a tanto como llegó haciéndose sacerdote, sino únicamente que volviera a creer, de modo que cuando él mismo nos lo dijo, y añadió que rezásemos por él, la emoción fue impresionante, inenarrable.
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Explíquenos la influencia que tuvieron en su padre Ortega, Zubiri, y posteriormente, María Zambrano
De María Zambrano puedo decir que no tuvo apenas influencia, fue algo mutuo, una amistad filosófica, se conocieron, se estimaron y nada más. La mayor influencia fue la de Ortega, lo conoció en Alemania, antes de casarse, en 1912 y los dos estudiaban en Marburgo con los neokantianos y entablaron una amistad que duro casi hasta el final, no fue sólo una amistad humana, sino, además una amistad filosófica, y puede decirse que mi padre se sentía siempre como tributario de las ideas de Ortega, aunque él tuvo sus ideas personales. Con Zubiri fue al revés, Zubiri fue alumno de mi padre, por lo que recibió más influencia, aunque, por supuesto mi padre también la tuviera de él. Las grandes obras de Zubiri son posteriores a la muerte de nuestro padre.
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¿Qué les ha parecido la gente de Arjonilla?
Encantadora, si habéis estado por la mañana en el descubrimiento del busto y habéis escuchado lo que yo he dicho, he reconocido el trabajo del ayuntamiento, de su alcalde y del responsable de la organización, pero gracias al pueblo de Arjonilla, ha sido el pueblo entero el que ha respondido, y qué me va a parecer, pues me he emocionado, es más, le he preguntado yo al alcalde cómo podría venir a pasar unos días, sin que me tuvieran que traer en coche, porque yo no conduzco y me ha dicho que hay un autobús hasta Jaén, así que estoy dispuesta a venir a pasar unos días con vosotros, en buen tiempo.
(Puede venir en el AVE hasta Córdoba y yo voy por usted)
Lamentablemente, después de haber continuado unos años esta relación de amistad con Mª Pepa, como a ella le gustaba que la llamasen, llegó el momento que nadie me cogía el teléfono, hasta que me enteré que había fallecido el 12 de enero de 2004
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¿Qué diría García Morente al ver lo que ha prosperado su pueblo?
Estaría encantado pues es un modelo de cuidado, de limpieza y de belleza, tanto de belleza arquitectónica, pues tenéis un arquitecto estupendo que está restaurando todo con un estilo precioso, como por la belleza natural, esos naranjos, los jardines. Desde luego yo que estuve por primera vez aquí en el 77 he notado que ha cambiado muchísimo, ha mejorado una barbaridad.
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¿Nos puede contar alguna anécdota de su padre?
¡Uy! Anécdotas de mi padre muchas, todos los años veníamos en verano a Morón de la Frontera, allí vivía su hermana. Hacía mucho calor, veníamos en tren, en primera, mi padre se conocía perfectamente el recorrido y nos hacía una descripción de cada pueblo y por qué eran conocidos, así al pasar por Utrera nos citaba los mostachones de Utrera, en Sevilla cogíamos un coche de caballos que nos daba una vuelta por todo Sevilla y el mismo cochero nos hacía de cicerone, con muchísima gracia cómo es propio de ustedes los andaluces, al finalizar el recorrido cogíamos un coche de línea hasta Morón.
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Cuando su padre estudiaba filosofía, ¿estaba más en su trabajo o en su familia?
Cuando estudiaba no vivíamos nosotras, se que era muy estudioso, pero también muy amante de su familia. Tenemos una carta desde Alemania, antes de casarse, cuando era un chico muy joven y en ella pide, a los que le habían mandado a Alemania con una beca, permiso para venir a España y les dice: mi padre está deseando que yo vaya y mi hermana y yo estoy deseando volver a ver a mi familia.
Ya casado, cuando éramos pequeñas, se metía en su despacho, se ponía a trabajar, pero le encantaba saber que estábamos allí en casa, no le gustaba que le estorbáramos, pero le gustaba que, en cualquier momento, al salir, nos encontrara en casa.
Háblenos un poco de su marido, sabemos que era matemático – no, era ingeniero- me corrige Maria Josefa, bueno, pero nos consta que dominaba y le gustaban mucho las Matemáticas.
Era un chico, el último de una familia numerosa, era un muchacho muy jovial, simpático, abierto, se reía constantemente como lo hace mi hija, era optimista y efectivamente, cómo cita mi padre era muy versado en Matemáticas. Muchas veces cuando mi padre hablaba con nosotras decía: “Vendrá uno con las manos lavadas y llevará a mis niñas” y cuando mi marido estaba novio conmigo y fue a decirle a mi padre que se quería casar conmigo le dijo: “Yo soy el de las manos lavadas.”
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¿Quién era el compositor favorito de su padre?
Es una pregunta interesante, porque ¡tenía tantos! Los románticos Bach, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann…
Le gustaba muchísimo Chopin y tocaba sus composiciones, a pesar de lo dificilísimo que es, claro, él tenía poco mecanismo porque no tenía tiempo de estudiar piano, ya sabéis, si alguno estudia piano, que es cosa de mucho machacar, por eso le faltaba mecánica, pero a cambio tenía un gusto y una sensibilidad para la música tremendos, entonces, para tocar le gustaban los compositores un poco más sencillos. También apreciaba mucho la ópera, tenía libretos en casa y cuando tocaba incluso tarareaba un poco, canturreaba la letra que se sabía de memoria, por ejemplo de “El Barbero de Sevilla”, de “Carmen”…
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Además de tocar el piano, ¿qué hacía en su tiempo libre?
Leía constantemente, paseaba, no era nada deportista, pero pasear sí.
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¿Cómo era su aspecto físico?
Era grueso y bajito, habitualmente veraneábamos en el Escorial y se ponía un traje de hilo blanco crudo, su bastón en la mano para andar por los riscos y así salíamos de paseo con él muchas tardes, por el camino nos contaba historias preciosas y cuentos, lo hacía tan bien que cuando eran de miedo las vivíamos y sentíamos ese miedo en el cuerpo.
- Una de las anécdotas de su padre fue cómo les explicó la teoría de la relatividad, ¿no es así?
Si, el hablaba de los años luz, de las estrellas y de los años luz… Entonces nos decía que era como si la estrella que estábamos viendo en ese momento, pues hubiera estado ya luciendo en tiempos de Felipe II, si pudiera darnos su visión ahora, nos hablaría de lo que esa estrella estaba viendo, que sería lo que pasaba en tiempos de Felipe II, también era muy aficionado a la astronomía Osa Mayor, Casiopea, Venus, la estrella de la tarde, era muy pedagogo, lo que ahora llamaríamos un comunicador. Explicaba las cosas con tal naturalidad, con tal sencillez y con tal facilidad, que el que lo oía se quedaba convencido
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¿De qué enfermedad murió?
El tenía un problema de aparato digestivo y le aconsejaron que se operara de apendicitis, se operó, y a los ocho días, cuando parecía que estaba mucho mejor, tuvo una embolia y por la mañana, cuando fui a preguntarle y llevarle el desayuno me lo encontré muerto, esto hace cincuenta años hoy.
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¿Cuál fue la relación con ustedes durante los dos años y medio que fue sacerdote, hasta su muerte?
Yo estaba ya viuda, tenía mis hijos pequeños, vivía en su casa, pero cuando se hizo sacerdote no quiso vivir con nosotros, pensaba que iba a coartar la libertad mía y de mis hijos, mi hermana ya había entrado en el convento. Venía a mi casa a comer todos los días, hablábamos de mis cosas, teníamos una gran confianza mutua y a mi hermana la veía casi todos los domingos.
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¿Les dio clase su padre?
A mi sí, el primer año de la carrera de filosofía, mi curso estaba desdoblado, a cada uno le daba un profesor, el era uno de ellos, no quería que yo estuviera en su clase, pero yo si quería, así que, un día, me escondí entre los compañeros para escucharle, uno de mis compañeros era el padre del profesor Palacios, que luego fue catedrático de la universidad también. Mi padre entró en la clase y se hizo un silencio sepulcral, porque imponía respeto y cuando iba a empezar a hablar se volvió hacia el rinconcillo donde estaba escondida y me dijo: ¿Tú qué haces aquí, que no estás en tu clase? Ese día me quedé.
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¿Cuándo su padre fue sacerdote, iba al colegio a dar clases de religión? (Risas)
Sí, daba clases de religión en un colegio de niñas, donde también daba clases mi hermana.
Para finalizar les comentan si quieren decir algo más, y estas son las palabras de Mari Pepa:
A los jóvenes y a todos los que les guste la lectura, yo les recomendaría que leyeran “Escritos Desconocidos e Inéditos”, os doy la enhorabuena, por vuestro comportamiento y las preguntas tan interesantes que nos habéis hecho, os prometo visitar vuestro colegio en mi próxima visita.
Después, una vez más, las dos agradecen la atención que les ha dispensado el pueblo y el cariño que ha mostrado a su padre.
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Un momento del acto, junto al padre Carballo
II.- TESOROS DESCONOCIDOS O INÉDITOS
Para la segunda parte de mi intervención, he considerado interesante acudir, precisamente, a esta recomendación que hacía la hija del profesor y he seleccionado dos estudios filosóficos, un ensayo y tres artículos de prensa que considero de cierta actualidad, a pesar de sus fechas de publicación. Todos tienen un fondo digno de reflexión y nos pueden servir de acicate para su posterior lectura y estudio reposados.
En ellos Morente muestra un aspecto poco conocido de su personalidad intelectual: a sus dotes de gran escritor, esplendido profesor, traductor preciso y estricto y orador brillante, tenemos que añadir la de autor de sustanciosos ensayos filosóficos, tan transparentes que cabían en la página de un diario.
La lectura de este volumen nos da una muestra inequívoca de las ideas, estilo y actitud vital del personaje. Nos ofrece una honda y rigurosa comprensión de lo que Morente significa y nos enlaza su mundo con la cultura actual y, a la vez, nos ofrece datos nuevos y sorpresas imprevistas, sin dejar de guardar la coherencia con toda su vida y el resto de su obra.
Pequeñas obras maestras, cuidadas y rigurosas, como dicen los editores de los escritos desconocidos e inéditos. Modelo de su maduración, de su progreso –no podemos tacharlo de inmovilista- pues en cada etapa de su vida se aprecian las transformaciones que culminan con la más profunda de todas que le llevó a la conversión.
No podemos hacer, en tan breve contexto temporal, un comentario a cada una de las novedades que encontramos en esta obra, pero si citaremos como tales: “La filosofía de Espinosa en la cultura moderna” (1915), completada con el ensayo “Goethe y Espinosa: Prometeo. La Metamorfosis. El Fausto” (1918), donde su prosa está enteramente lograda. Su pensamiento sobre el krausismo español, la superación temprana de su inicial kantismo, la aproximación al tomismo.
En la profusa colección de artículos periodísticos que constituyen la última parte de este libro vemos la auténtica obra de orfebrería y la amplitud de la cultura artística y literaria de Morente. Son dignos de mención: “Encomio de la música”, “Centenario de Mr. Pickwick”, Historia del silencio”, “El clavicordio de la abuela” y “Elogio de la batuta”. Aunque cualquiera de los 66 trabajos incluidos tiene un imperecedero valor.
El primer ensayo que he seleccionado para esta ocasión “LA FILOSOFÍA COMO VIRTUD”, fue publicado en 1917 en la Revista General
La Filosofía como concepción general o conjunto de concepciones sobre la realidad toda(el mundo natural, los hombres y la historia, Dios mismo), sobre el fundamento y el sentido de los seres y las cosas , sobre la naturaleza, el alcance y los límites del conocimiento, sobre el significado y el lugar del ser humano en el universo, sobre la conducta y la responsabilidad humanas y, en general, sobre todos los grandes problemas de la existencia, fue tratada por nuestro filósofo en todos sus aspectos, pero es destacable el breve y a la vez explícito viaje literario, que nos hace a través de la filosofía como virtud, para comprender el elevado raciocinio y la capacidad de síntesis de su clarividente talento.
En buena medida, este no será sino un breve estudio filosófico, una glosa sencilla e inteligible.
Dice así:
“Entre las múltiples y variadas notas que encierra el concepto vulgar de filosofía, una muy principal es la que podríamos llamar filosofía como virtud. Suele entenderse por filosofía en este sentido, un acerado temple de ánimo que conduce, a quien lo posee, a considerar los acontecimientos de la vida con cierta calma, con cierta serenidad o ecuanimidad a la que se mezcla un matiz de melancólica resignación o de irónico escepticismo. Dícese de un hombre que aguanta la desventura y el dolor con ánimo impávido, que es un filósofo. Dícese también eso mismo del que no se enardece y enloquece con la felicidad, la suerte y los bienes de la fortuna.
¿Qué relación tiene esta virtud personal con la filosofía? Si la filosofía es una disciplina racional y científica -o al menos pretende serlo- , ¿con qué derecho la transformamos así en un rasgo de carácter? A nadie se le ocurre decir de un hombre, que tiene un carácter físico, o astronómico, o que considera la vida con ánimo químico. ¿Por qué, pues, decimos sin dificultad: Fulano es un filósofo, entendiendo por ello no que se dedica a estudios e investigaciones filosóficos, sino que se conduce en la vida de una determinada manera?
Hay dos razones de esto: una histórica, tradicional, y otra, real, que se deriva del objeto mismo de la filosofía.
La tradición vincula el título de filósofo en el tipo clásico del sabio griego. La Filosofía nació en Grecia como un ansia de conocimiento. Filósofo valía tanto como aficionado al saber. Los primeros pensadores griegos –Tales, Heráclito, Demócrito-, fueron filósofos, es decir, sabedores de la verdad, científicos en el exacto sentido de la palabra. Investigaron el Universo, sus componentes, los números y sus propiedades, las líneas y las figuras, la materia y sus partes. Fueron matemáticos, físicos, biólogos.
Pero, con Sócrates, el pensamiento griego tomó un rumbo nuevo y característico. Sócrates advirtió que de los números y de las figuras geométricas había un conocimiento exacto posible. Ahora bien, números y figuras no son cosas reales, no tienen existencia sensible. El número no se ve ni se toca, no tiene materia. La figura no se ve ni se toca tampoco; y si los objetos tienen una figura, esas figuras geométricas, ideas que estudiamos, el triángulo, el círculo…, no son cosas, sino abstracciones de las cosas. En suma, números y figuras son nociones racionales, ideas. Si de ellas hay un conocimiento exacto posible, ¿por qué no ha de haberlo también de otras ideas, como el bien, el mal, la virtud, la justicia, la piedad…?
Sócrates propuso al pensamiento griego una nueva orientación hacia la moral. Mas en esa dirección gravitaba asimismo un postulado fundamental, que no era sino la aplicación, a la esfera de lo moral, de los ideales que profesaron los filósofos anteriores. Ese postulado es el siguiente: el conocimiento del bien es la condición necesaria y suficiente para que el hombre realice el bien. “Nadie es malo a sabiendas”, dice Sócrates. La moral griega es eminentemente intelectualista.
En esta dirección se desarrolló, amplío y sereno como un caudaloso río, el pensamiento helénico. Platón hace culminar su sistema en la idea del bien. Aristóteles en su Ética pinta un retrato de sabio, esto es del hombre bueno porque sabe, y traza un cuadro que sigue siendo modelo aun en nuestros días. Los estoicos, más tarde, popularizaron la doctrina y el tipo. Filósofo, entonces, viene a ser sinónimo de sabio y el sabio es aquel que conoce el bien y lo practica, que conoce las leyes del acaecer universal y las acata porque son necesarias. El filósofo, el sabio estoico, no se asombra de nada:” Nihil admirari” (no sorprenderse de nada). El filosofo sabe que placer y dolor son modificaciones subjetivas, que la verdadera ventura está en el conocimiento y que, su apatía, trabajosamente conseguida, lo eleva por encima de las contingencias naturales, acercándole a la eternidad.
La edad Media conservó la memoria y la admiración del tipo del filósofo. A ello contribuyó no poco el cristianismo, que coincidía en gran parte con las enseñanzas estoicas. Los latinos dados a lo puramente teórico y científico que a lo práctico y moral, desarrollaron con preferencias este sentido ético de la filosofía griega; ellos popularizaron el carácter filosófico como virtud personal e ideal de vida. Y así ha llegado hasta nuestros días, casi intacto. En el fondo del sentido vulgar que tiene hoy la palabra filosofía hallaremos principalmente ese ideal de vida serena que constituyó la definición estoica del supremo bien.
Pero este sentido de la filosofía, como virtud, no hubiera podido conservarse intacto, a pesar de la influencia que los latinos han ejercido sobre nuestra mentalidad, si no se hubiese sostenido en alguna relación profunda que lo une al objeto mismo de ciencia filosófica. La filosofía, sea cual fuere nuestro punto de vista, trata innegablemente –aunque quizá no resuelva- los problemas más universales de la cultura. Por otra parte, es característico anhelo de la filosofía el hallar la unidad sistemática de esos problemas fundamentales: conocimiento, acción, arte. La vida y la ciencia no pueden andar por distintos y diferentes caminos. La filosofía trata en todo momento de buscar la síntesis de lo teórico y de lo práctico, del saber y del hacer, de la contemplación y de la acción. El modo y forma de llevar a cabo esta síntesis podrá variar con los tiempos y con los datos que la realidad cultural nos ofrezca; pero la síntesis habrá de hacerse, y con razón piensa el vulgo que la filosofía es a un tiempo especulación y vida, conocimiento y acción. Hoy ya el filósofo no es ni puede ser el sabio estoico de la antigüedad clásica; pero hoy, como siempre, aspira la filosofía a una visión de la cultura y de la vida, esto es, a indicar, por lo menos, una orientación del movimiento de la humanidad.”
El segundo estudio filosófico se titula “LA IRONÍA” un tema o quizás un método del que se valieron los filósofos, desde su principios, para estudiar esta ciencia.
Son muchos los filósofos y escritores que han tratado el tema, García Morente comienza su estudio mencionando que la ironía no es una broma, ni una gracia, la ironía es lo más serio y lo menos gracioso que hay. Es más serio y menos gracioso de lo que se figura el autor de un libro grave sobre ella, Vladimiro Yankélevitch, que afirma que es “una actividad espiritual”. Y no trata de quitarle la razón, tampoco se la quita cuando asevera que es la libertad. Discurre sobre las diferentes formas de ironía y enuncia la tesis de que el cinismo es una de ellas, quizás haya verdad en esta consideración, no la discute tampoco, pero eso se mueve en un plano de ideas que podríamos llamas secundarias o derivadas.
La ironía trasciende de la broma, de la gracia, del chiste y representa un modo activo de espiritualidad. Pero ¿cuál? – se pregunta ¿Dónde están sus raíces? ¿En qué consiste propiamente lo trágico y desesperante de la ironía? También es cierto que la ironía es libertad. Pero, ¿qué libertad? Y sobre todo. Libertad ¿de qué? Estas preguntas nos permiten vislumbrar una región más profunda, en donde todos esos enunciados adquieren la plenitud de su sentido.
El descubridor de la ironía fue Sócrates, un desdichado que pagó con la vida la singularidad de su descubrimiento, se hizo antipático a los atenienses porque era un ironista, el primer ironista, y estos se hacen siempre antipáticos e incurren desde entonces en la pena capital; por lo menos, a juicio intimo de los ironizados.
Sócrates fue bien y mal condenado a muerte. Las víctimas de su ironía pensaban que merecía la cicuta. En cambio, él, con sus amigos, proclamábase acreedor a la gratitud general y a ser mantenido por el estado como benefactor de la patria. ¿Cómo se explica esta antinomia?
Generalmente se entiende por ironía la figura de mofa que consiste en manifestar justamente lo contrario de lo que se quiere dar a entender. Pone como ejemplo el actor malo, aplaudido de manera burlona o los elogios ditirámbicos a una obra censurable. Este sentido de la ironía, aún siendo el más extenso, no es, sin embargo, el primario y fundamental; constituye más bien una acepción ya derivada y popularizada que sólo conserva una parte de la significación radical. La ironía que Sócrates descubre y practica por vez primera es en realidad un método de investigación orientado hacia la búsqueda de la verdad. Consiste en suponer simultáneamente la ignorancia propia y la sapiencia ajena para estimular en el interlocutor la exposición de sus conocimientos, los cuales luego se revelan inanes, vacuos e insostenibles. De esta suerte el ironizado queda convicto y confeso de igual ignorancia que el ironista. Pero al mismo tiempo queda confuso también, e irritado y desconcertado. Confuso, porque se descubre ignorante, siendo así que se tenía por sapiente; irritado, porque sospecha burla en quien le tiro de la lengua llamándole sabio y diciéndose ignorante; y, en fin, desconcertado, porque se ve desposeído de las convicciones en que desde siempre venia sustentando su vida y su actividad. El resultado final, empero, el que Sócrates buscaba, es en último término el siguiente: que los hombres deben aquilatar sus convicciones, someterlas a rigurosa crítica racional y desecharlas si no aguantan el contraste de la discusión, para sustituirlas por otras más sólidas y resistentes.
De todo este fino nexo de significaciones, la acepción más extensa y popular de la ironía sólo ha conservado una parte: el matiz de burla, irritación y humillación que desprende la vanidad punzada por el dardo de la ficción irónica. Pero el aguijón de la ironía no hiere sólo al vanidoso vulgar, sino también, y principalmente –en la práctica de Sócrates- , al hombre ingenuo y sencillo que, interrogado, expone simplemente sus convicciones, viéndolas caer destrozadas por la rigurosa dialéctica de la razón. La ironía, la auténtica ironía –no la justiciera burla del pedante vanidoso-, despoja al hombre de sus más hondas convicciones, porque hace patente la insuficiencia radical de los fundamentos en que se sustentaban. Ahora bien, esas convicciones profundas son la base misma de nuestra vida. Sin “saber” no podríamos vivir. Y el que se queda desprovisto de “saber”, el que ve sus saberes deshechos, desvanecidos, desprendidos de su espíritu como ropaje inservible, ese queda desnudo, inhábil, privado de aquello con que y de que vivía hasta entonces. En este sentido el hombre ironizado es hombre asesinado.
Mas por otro lado, la ironía, al destruir convicciones inciertas e insuficientes, deja libre el espacio para otros conocimientos mejores y más sólidos. Y, sobre todo, invita a ser uno mismo el que construya esos conocimientos, en vez de recibirlos pasivamente de la tradición o de la ajena autoridad. Voltaire, de cuya competencia en estas materias no dudaréis, decía que la ironía recoge a los hombres dentro de sí mismos. Esto es verdad, y esto es lo que Sócrates realmente se proponía y por lo cual se reputaba bienhechor de los atenienses. El ironizado se siente en cierto modo libre –libre de los viejos saberes en que creyó sin razón suficiente, libre de aderezarse otras convicciones nuevas, más puras, más exactas y resistentes-. De esta manera el ironizado está como en trance de resurrección, y la ironía se revela aquí como un excelente método de pedagogía individual.
¿Diremos entonces que el ironista es un pedagogo? Lo es, sin duda. Y como todo pedagogo, ha de sentir siempre en el fondo de su alma la desesperante amargura del eterno medianero. El pedagogo es en esencia el hombre que prepara posibilidades humanas. Su hacer consiste en disponer lo necesario para que otros hagan. Por un lado, pues, tienen que negar y destruir la realidad sobre la cual opera; mas, por otra parte, esa negación y destrucción no tiene su finalidad en sí misma, sino que, por el contrario, es preparatoria de futuras realidades más valiosas, en vista de las cuales arremete contra las presentes. De igual modo, el ironista –Sócrates- destruye para hacer posibles mejores reconstrucciones. Argüiréis, acaso, que existe el ironista radicalmente destructor, el que destroza convicciones por el sólo gusto de destrozar, de humillar, de desvalorar. Pero ese hombre no es, en rigor, el ironista. Ese hombre es… el cínico.
Y de estos, todos sabemos que existen muchos en nuestro mundo, añadiría quien les habla.
SOBRE LA RISA (Ensayo)
Decíamos que ni a la persona ni a las ideas de Morente, efectivamente, se pueden tachar de inmovilistas, al contrario, su clarividencia a la hora de escribir sobre algo, se demuestra de nuevo en este ensayo sobre la risa. La risa como “divina merced” que Dios nos ha concedido, el hombre como sujeto y objeto de la risa, sus causas, etc.
Es una delectación sumergirse en este trabajo, donde aparecen Bergson, el filósofo francés y premio Nobel que elaboró una teoría sobre la evolución, basada en la dimensión espiritual de la vida humana y escribió “La risa” en 1900, un ensayo también, sobre la base mecanicista de la comedia, además de Bergson, también citará a nuestro Cervantes, con su ingenioso y humorístico Don Quijote, además de a Charlot.
La prosa de Morente se descubre de nuevo brillante, su estilo místico, aunque vital, contrastando con el materialismo formalista de sus coetáneos, intuitivo, original...
Escuchen atentamente este singular estudio
SOBRE LA RISA
A un amigo curioso de filosofías.
A mala parte, amigo mío, se dirige usted en demanda de una explicación de la risa. Fuera yo un profesional de esta noble manifestación del espíritu, autor de bufonadas, cultivador del metro jocoso, payaso norteamericano o solamente gracioso de salón o decidor de chistes y colmos y estaría en su punto el que usted viniese en consulta a mí, como a técnico competente, para satisfacer sus loables curiosidades. Pero usted, sin duda, ha recordado aquello que dice Descartes de que la filosofía “proporciona medios para hablar verosímilmente de todas las cosas”, y ha pensado que yo como filósofo – aunque indigno- , podría decirle algo acerca de la risa, esa divina merced que Dios sólo al hombre se ha dignado conceder.
Porque es patente que nadie ha visto reír a un animal, y si alguien hay que haya presenciado tal espectáculo, será sin duda en momentos de grave trastorno de la fantasía, cuando un hondo terror o una exaltada ventura nos inclina a llenar la naturaleza de gestos y ademanes humanos.
Pero hay más aún; hay quien afirma – el filósofo francés Bergson- que no sólo es el hombre el único ser riente, sino también el único objeto de risa, y que si algún animal o cosa inerte nos hace reír, es siempre en virtud de cierta semejanza con el hombre o por el rastro que el hombre deja impreso en las cosas y el uso que hace de ellas.
Esta opinión me parece un tanto excesiva. Hay formas y figuras de cosas y animales que nos provocan a risa, sin que en ellas veamos vestigio alguno de humanidad. Es claro que siendo la risa una manifestación de espíritu humano, ha de estar su causa situada en algo que el espíritu humano perciba sólo; pero no por eso digamos que ese algo percibido deba ser siempre una forma o figura de hombre. El error de Bergson consiste, a mi entender, en no haber distinguido convenientemente primero entre la risa y su causa, y luego entre las diversas causas que pueden provocar a risa.
Si nos fijamos en la risa, prescindiendo por ahora de su causa, advertiremos pronto que es ella de dos especies. La una que llamaríamos risa espontánea, sin causa, risa fisiológica, y la otra, que es propiamente la risa causada por un objeto exterior. Ambas son bien conocidas de todos. Cuando el niño sano se despierta tras profundo sueño y al abrir los ojos halla frente a sí el rostro querido de la madre, el niño se ríe alborozado; cuando tras larga separación encontramos a un amigo, las caras se iluminan con alegre risa; cuando en la meditación de algún problema que interesa nuestra vida hallamos de pronto un medio rápido, seguro y eficaz de resolverlo, el ánimo se serena y se expande, penetra la satisfacción en nuestro pecho y brota la risa en nuestros labios. En todos estos casos, la risa es espontánea y no provocada por un objeto o un encuentro cómico: es como la expresión de un sentimiento personal, hondo, de satisfacción, de equilibrio, de plena salud psicológica. La risa esta no plantea problema alguno de filosofía o de estética acerca de su objeto, sino problemas psicológicos o fisiológicos acerca de la relación entre ella y el estado íntimo de conciencia que manifiesta.
En cambio la otra risa, la que en nosotros provoca un espectáculo cómico o un dicho gracioso, propone a la reflexión un problema objetivo, un problema si se quiere, pero que no deja de tener su interés. ¿Qué es lo que en el espectáculo cómico o en el dicho gracioso nos hace reír? ¿Cuál es la causa de la risa?
Lea usted querido amigo, si es que aún no lo ha leído, el libro encantador que Bergson ha dedicado a “ese problemilla – como él dice-, que sin cesar elude los esfuerzos por aprehenderlo, resbala, escapa y vuelve a enderezarse, como impertinente reto lanzado a la especulación filosófica”. Verá usted que sutil e ingeniosa explicación nos propone de las causas de la risa. Y para decírselo de una vez, reímos, según Bergson, cuando al proceso vital siempre ágil, movedizo y atento a conformarse con la realidad, sustituimos una rigidez mecánica y ciega que choca y se deshace contra las cosas. La causa fundamental de la risa es la percepción de algo mecánico que se pega a lo viviente. El distraído provoca risa porque se ensimisma e introduce su idea fija y mecanizada, en la realidad, sin saber curvarla y cómo adaptarla. La caricatura provoca a risa porque nos manifiesta el esquema rígido inmóvil de la persona. La comedia provoca a risa porque mecaniza el carácter o las costumbres y nos las presenta como una especie de testarudez maquinal que se empeña en no aceptar las exigencias variadísimas de la vida. El chiste provoca a risa porque sustituye un sentido anquilosado del vocablo o de la frase a su sentido real, acomodado y viviente.
Advertirá usted que en esta explicación hay una nota esencial que es la oposición en que se presentan lo vivo y lo inerte y la consiguiente censura de lo inerte por lo vivo. Hay en la risa, según Bergson, una especie de reacción del hombre o, mejor dicho, de la sociedad contra la intromisión momentánea de un elemento automático; y es la risa como el castigo que se impone a toda detención, a toda mecanización de la vida. Castigo leve, pues leve es la falta, pero castigo al fin, encaminado a avivar en el hombre la atención a la vida y a intensificar el esfuerzo por adaptare a ella con la mayor agilidad posible. Por eso la comedia es ejemplar y educativa; “castigat ridendo mores”, corrige riendo o, mejor dicho, corrige porque hace reír.
Es ingenioso y sutil ¿no es verdad? Sin embargo no me parece enteramente exacto. En primer término no siempre la risa tiene esa nota de censura y corrección que un Bergson cree esencial. Hay cosas que hacen reír sin que en la risa, que nos provocan, vaya implícita la más leve censura. Un chiste o retruécano, una escena de payaso, Charlot asestando un terrible martillazo en la cabeza de su contrario, Sancho Panza manteado, son cosas de que reímos sin crítica ni censura. Sería, pues, conveniente distinguir entre las causas de la risa. Y puesto a hacerlo, yo propondría que siguiendo la conciencia común, expresada en el habla, separásemos lo risible de lo ridículo.
Si así hacemos, ya en seguida, descubrimos por qué Bergson no sólo recluye en el hombre la capacidad de reír, sino que añade también que el hombre es el único objeto posible de risa. ¡Claro! Como toda causa de risa la vincula en lo ridículo y no distingue entre esto y lo risible, resulta inevitable que sea el hombre el único objeto de risa, porque sólo el hombre puede, en efecto, ser ridículo.
Pero las cosas, los animales, las ideas, las palabras, los gestos, el hombre mismo pueden ser risibles sin ser ridículos. ¿En qué consistirá esta capacidad de hacer reír? Si a toda costa desea usted, mi buen amigo, que le diga mi parecer sobre esta cuestión, ha de prometerme usted no darle más valor del que yo mismo le doy; el de unas cuantas observaciones y ocurrencias que le propongo como temas a discutir, sin ningún carácter o aspiración de cosa definitiva.
Y, entendidos sobre ese punto, observe usted, se lo ruego, cómo los hombres hemos llenado el mundo en torno nuestro, de puntos fijos, cosas, hechos, personas con distintos valores; y cómo esos objetos diversos nos parecen estar todos ahí rodeándonos e imponiéndonos su realidad. El lenguaje se compone de referencias directas a esos objetos, de menciones de esos objetos. Y la vida no es otra cosa que nuestro andar por entre esas realidades, nuestro componerlas y descomponerlas. El caudal de ellas se aumenta poco a poco y apenas si cada generación puede ufanarse de haber inventado un nuevo objeto o un nuevo valor que añadir a los ya vigentes.
Observe usted además que cada uno de esos objetos o valores, arrastra consigo una secuela de más pequeños objetos, por los que hay que pasar para llegar a él, con indeclinable fogosidad. Sea, por ejemplo, un hombre escribiendo, como yo lo estoy ahora, sentado ante una mesa, este objeto encierra en su seno una multitud de otros que son indispensables para que aquel sea: la mesa, la silla, la pluma, el tintero, la tinta, el papel, etc. Y cuando pienso en el hombre escribiendo, pienso también en toda la secuela de adminículos o medios necesarios. Supongamos ahora que usted esta presenciando mi llegada a mi habitación y los movimientos que yo haga para ponerme a escribir. Su espíritu de usted marcha en la dirección normal del conjunto de objetos que concurren en el hombre escribiendo. Yo me siento, acomodo el papel, tomo la pluma, la meto en el tintero y la saco… llena de lodo. Usted se ríe. ¿Por qué? Porque en la serie de los objetos concurrentes se ha introducido de pronto un objeto que pertenece a otra serie, totalmente distinta, y de la que su pensamiento de usted no hacía la menor mención.
Llega un señor de visita a una casa. Coge un asiento, se sienta y… se desploma en el suelo. Risa. Inmediatamente excusas y perdones. Mas ¿por qué la risa? Porque en la serie de objetos concurrentes al de la persona sentada se ha introducido de pronto otro objeto no pertinente. El espíritu salta pronto de una a otra serie, sin hallar relación. Y el hombre se ríe.
Un señor muy atildado, en una sala de club, recibe una desagradable noticia. Se desespera, agita los brazos, va a mesarse los cabellos y levanta en las manos la peluca que descubre su reluciente calva. Risa. En la serie o conjunto de objetos pertinentes se ha introducido de pronto una serie opuesta, que pertenece a muy distinto objeto.
¿En qué consiste la gracia del chiste o del juego de palabras? En que el vocablo sobre el que se juega menciona a la vez dos o más objetos pertenecientes a series o grupos imposibles de unir y de armonizar. Por eso una anécdota graciosa, un cuento de risa necesita imprescindiblemente ser contado con gracia. Y la gracia, en el contarlo consiste principalmente en ir conduciendo el espíritu de los oyentes por una serie normal de objetos totalmente alejada de la serie a la que de pronto han de ser trasladaos. Para ello habrá que seleccionar las imágenes o menciones, y evitar todas las que pudieran de por sí conducir a la significación postrera.
En suma, lo risible es siempre el encuentro entre dos organismos de objetos irreductibles. Charlot asestando martillazos automáticos en los cráneos nos hace reír, no porque aquí lo mecánico se pegue a lo vivo, sino porque aquí lo mecánico –que Charlot exagera y estiliza- está fuera de lugar. En el objeto complejo del hombre que pega incluimos la representación de movimientos violentos, apasionados, acalorados y precisamente en lugar de eso tropezamos con un mecanismo imperturbable, sin vida, sin emoción, en el cual no pensábamos, como no pensábamos que en el tintero hubiera barro, o que la palabra del chiste tuviese doble sentido.
Estas interferencias causales de series heterogéneas de objetos, pueden darse, como es natural, en las cosas, en los animales, y no sólo en el hombre. Por eso hay objetos risibles en cualquier parte. “Sin embargo, esta observación no es enteramente cierta; vale sólo para lo ridículo, pero no para lo risible. Lo risible nos hace reír, aunque sentimentalmente participemos con el corazón en la persona o cosa que es el centro de la interferencia de los objetos heterogéneos. Don Quijote nos hace reír y no es ridículo y sentimos hacia él la más profunda adhesión del alma.
Y, basta por hoy, querido amigo. Vea usted si con esas observaciones generales y fragmentarias he hecho suficiente para darle motivo de meditación y crítica. Supongo que eso y no más es lo que usted solicitaba de mí, como filósofo, aunque indigno. En cuanto a tener resuelto el problema, no aspira a tanto quien, como yo, ha cultivado amorosamente las enseñanzas de Sócrates. Si usted desea esa solución, le aconsejo que siga uno de esos dos caminos: o buscarla usted mismo por medio de su propia reflexión o consultar a algún técnico de los que en nuestra tierra abundan; que supongo no le será más difícil hacer un chiste que decirle a usted lo que un chiste es”.
EL PUEBLECITO* (Artículo de prensa)
Con un estilo descriptivo sublime y propio de los mejores escritores de nuestra literatura, en este artículo de prensa, nuestro insigne filósofo hace una reflexión sobre la vida triste de los hombres de los pueblos de Castilla, sobre la falta de iniciativa de los políticos de la época, sobre el eterno sentir pesimista del pueblo llano hacia éstos. La frescura del texto hace pensar en que el tiempo no ha pasado, esencialmente todo sigue igual. Es muy esclarecedora la frase “... para ellos, lo substancial consiste en reunir votos, conquistar el poder...” Y nosotros añadiríamos: “y si te he visto no me acuerdo “.
Por citar otra frase popular “los pueblos serán lo que ellos quieran ser” y cada uno emita su voto en función de mandar sobre el paisaje –la remodelación del paisaje es la fachada del buen funcionamiento de los pueblos-, no de recibir un subsidio para seguir recostados sobre el paisaje.
“Salir de Madrid y rodar por tierras de Castilla es como sumergirse en plena gleba. El campo es todo campo y él campo y nada más que campo. De uno a otro campanario tiéndese la tierra labrada o el monte bajo; a veces un bosquecillo de pinos, una chopera junto al arroyo, una torre ruinosa sobre un montículo, último superviviente del prehistórico telégrafo. Junto a la carretera, el rebaño de ovejas, el pastor, con su capote pardo y su cayada bíblica. El hombre permanece inmóvil, indiferente, ajeno. Es uno de los elementos que componen el paisaje. Con su mastín y su ganado, ahí está. ¿Desde cuándo? Desde hace uno, dos, tres, diez, veinte, treinta siglos. Es el mismo siempre. No ha cambiado: como no ha cambiado el amarillo tostado de la hierba otoñal; como no ha cambiado el azul acerado de la sierra lejana ni el bélico escuadrón de las nubes galopantes.
Llegamos a un pueblecito. Tampoco el pueblecito ha cambiado. Es igual que el otro pueblecito que acabamos de dejar atrás, allá en el extremo difuso de la recta interminable. Unas casuchas de adobe ostentan con inconsciente cinismo su miseria milenaria. Dentro de ellas, ¿qué habrá? Habrá negruras, oscuridad, sombras, vidas reducidas a un hilillo, vidas sostenidas en el inferior límite del equilibrio vital, vidas acobardadas, obtusas, que no son sino simple resistencia orgánica a la muerte. Esos hombres tristes y mudos que, en total inmovilidad, siempre igual a sí misma, nos ven -¿nos ven?- pasar por delante de sus casas, esos hombres, ¿qué quieren, qué apetecen, a qué aspiran, a qué carta se juegan la vida?
No puedo desprenderme de una idea obsesionante y dolorosa. Pienso que esos hombres inmóviles en el pueblecito eterno, elemento del paisaje inmutable, no aspiran a nada más que a no morir del todo. (¡Cuántas negaciones!) Su vida consiste únicamente en eso: en ser lo que han sido siempre, en seguir siendo lo que son. Es una vida sin anhelos, sin programa, sin peripecias, sin historia. Habrá quienes la reputen feliz. Yo, no. Me parece que para llegar a esa obliteración de todos los deseos es preciso haber repetido una y otra y muchas veces el doloroso experimento de la impotencia y del desamparo; hasta que ni aun siquiera el dolor de la renuncia aflore ya a la conciencia. ¿Cómo no ha de dejar este suicidio vital un pozo de amargura inextinguible en el fondo del alma?
España no es Madrid, ni Barcelona, ni Valencia, ni Sevilla. España no es la urbe regidora. España es también, es sobre todo, ese pueblecito en donde los hombres viven ocupados estrictamente en no morirse. ¡Cuánta responsabilidad para las generaciones históricas que han puesto y mantenido a estos hombres al margen de la vida, en la inacción del alma! Ahí está nuestro esencial problema: vivificar al español de la gleba. Y para ello no hay recetas taumatúrgicas. Sólo existe un medio, el único: darles algo que hacer. Pero no un quehacer cualquiera, exterior y efímero –que éstos ya tienen sobrados-, sino el quehacer esencial de regir ellos mismos su vida, el quehacer de construirse ellos mismos su existencia, de sentirse responsables ante sí mismos de sus resoluciones, de afrontar por sí mismos los problemas que les salgan al paso. ¿Que cómo es posible hoy, en nuestro país, reintegrar al español del campo en la autonómica dirección de su vida? Yo no lo sé. Pero lo sospecho. Si fuera político, consideraría como la esencial misión de mi oficio el excogitar y procurar los medios para esa vivificación del pueblecito rural. Con dolor veo que nuestros políticos profesionales piensan y actúan de modo harto distinto. Para ellos, lo esencial consiste en reunir muchos votos, conquistar el poder y desde el puente de mando instituir una legislación nueva conforme a sus ideales. También yo creo que hace falta una legislación nueva; pero no para realizar los ideales de los políticos, sino para que, en efecto, esos hombres tristes del mísero pueblecito tengan ideales que realizar, sientan empeños, emprendan tareas, vivan, en suma, su vida, dándole la forma que la vida misma requiera. El problema fundamental, el único problema de nuestra política está ahí: que ese pueblecito ruin y pardo, inmutable elemento del paisaje milenario, empiece a querer ser algo que no ha sido, aspire a realizar algo que no ha realizado, sienta la voluntad decidida de mandar sobre el paisaje en vez de recostarse inánime sobre él.”
* (Escrito en el Diario de Madrid el 23 de noviembre de 1.935).
REVOLUCIÓN Y MOTÍN*
Un ingeniero amigo del filósofo sostenía la tesis de que no ha habido nunca revoluciones en el mundo, sino tan sólo motines. Nuestro personaje le cursó una invitación para discutirlo y he aquí lo que explicó el ingeniero:
Primero tenemos que ponernos de acuerdo sobre el sentido de las palabras. ¿Qué es revolución? ¿Qué es motín? La primera se usa en la mecánica, significa la vuelta completa de una rueda. Aplicase también a la historia de los Estados y de las sociedades, pero esta es más reciente. En la segunda mitad del siglo XVIII es cuando aparece el término de revolución con sentido político aludiendo a un giro o vuelta que ha de reponer la sociedad y el Estado en cierta forma, que se considere a la vez como la primaria y la mejor. Recuerde usted a los filósofos de la Enciclopedia. Confundían la naturaleza con la razón; el intelecto con la vida; los individuos con la sociedad; la incultura con la inocencia. Creyeron que se podía “volver” a la sociedad perfecta. Rousseau hizo alarde de ello. Vino la Revolución francesa de 1789 que paseó por el mundo sus principios filosófico-políticos y desembocó en la dictadura napoleónica, en la restauración, en la Monarquía de julio. Mientras tanto, se habían condensado en las mentes humanas otras ideas filosóficas e históricas harto distintas de las enciclopedistas. Nadie creía que en la historia pudiese haber “vueltas”. La humanidad no ha vuelto nunca atrás. No hay ni ha habido revolución, en el sentido de retorno al paraíso perdido de lo natural, de lo tradicional, de lo “bueno”.
Entonces se le ha dado a la palabra revolución, poco a poco, otro sentido, ya no se trata de volver atrás, sino mirar hacia adelante. La conciencia moderna es demasiado historicista para admitir retornos. Pero el movimiento progresivo puede hacerse lenta o rápidamente, parcial o totalmente. La palabra revolución ha adquirido, pues, el significado de una transformación rápida, si se quiere súbita, y por otra parte, también total, es decir, definitiva. Estas dos notas son las que caracterizan lo que hoy se entiende por revolución: una transformación “súbita” – es decir, que no necesita tenderse en largos decenios o siglos de esfuerzos paulatinos- y “definitiva” – es decir, que no deja nada esencial por hacer y realice luego la plenitud de….
Aquí calló el amigo del profesor, este le invitó de nuevo a proseguir y le indicó que qué era esa plenitud. Reanudo su discurso – por llamarlo de algún modo-, pero sin rematar la frase que dejara en el aire.
¿Qué es un motín? Es la suspensión momentánea de la obediencia a leyes y autoridades por una muchedumbre, esta se niega a hacer lo que debe hacer y hace lo que no debe hacer. Por cualquier lado que se mire el motín siempre es una negación, una destrucción, una abolición de la ley, pero con una diferencia: la reforma pone una ley nueva en el acto mismo de abolir la ley caduca, mientras que el motín la anula sin poner otra en su lugar. El motín es pura anarquía, o, empleando términos del derecho natural (recordemos que Morente también se licenció en derecho), puro retorno al estado de naturaleza. Ahora bien, recuerde usted el sentido de vuelta a lo natural que se le daba en el siglo XVIII a la palabra revolución. ¿Le extraña a usted ahora que revolución y motín hayan contraído insensiblemente un vínculo como de maridaje, matrimonio o concubinato? La asociación de las ideas es simplicísima: la revolución es transformación o reforma súbita y definitiva; el motín, por su parte, es suspensión o negación de la legalidad vigente; luego el motín precede necesariamente a la revolución. Tal es el razonamiento, más o menos consciente, que ha volcado en el concepto de revolución todos esos elementos truculentos, que proceden en realidad del concepto de motín.
Pero separemos pulcramente los dos conceptos y consideremos los hechos objetivos en que uno y otro cumplen sus significaciones. Hallaremos en seguida que puede haber y ha habido en la historia motines; pero que no puede haber ni ha habido jamás revoluciones. Ahora bien, el concepto de revolución conserva más o menos larvada en sus entrañas aquella idea de vuelta a la naturaleza que, como hemos visto, existe esencialmente también en el concepto de motín. La confusión era inevitable, y se han tomado en la historia por revoluciones los que sólo eran motines más o menos duraderos.
Revolución propiamente no puede haber ni la ha habido, claro está, nunca. Ni en la vida colectiva ni en la vida individual; porque la vida, que es sin duda movimiento y cambio, no se modifica jamás de un modo subitáneo y definitivo. Harto fácil es caer en la cuenta de la incoherencia radical que existe en la idea misma de transformación “definitiva”. Una transformación definitiva de la vida social o personal es un contrasentido; pues si la suponemos lograda, ¿qué sucederá después? ¿Acaso que ya no se sentirán más apetitos de cambio? El único cambio definitivo que acontece en la vida es la muerte. En la idea vigente de revolución perdura todavía una pueril reminiscencia de la mitológica salvación eterna. Sólo que ese anhelo de salvación –justicia perfecta, bondad absoluta, belleza inmarcesible- ha sido secularizado, por decirlo así, y colocado en la línea real de la evolución histórica humana. Decididamente, a la conciencia actual le falta todavía mucho para ser de verdad conciencia histórica. Sigue empeñada en buscarle a la historia un sentido fuera de la historia misma. Sigue creyendo que la historia existe para la realización de algo eterno, definitivo, ahistórico… pero estoy viendo que me extravío por derroteros demasiadamente sutiles. Dejémoslo estar. ¿Ah? Y conste que cuando hace un momento interrumpí mi perorata en las palabras “plenitud de” quise decir lo que ahora digo; plenitud de la salvación.
Hízose el silencio. Yo entonces le pregunté a mi amigo tímidamente:
- ¿Y qué es lo que debe hacer hoy día un buen gobernante?
- Mi amigo me miró extrañado, y dijo:
- ¿Hoy? Pues lo mismo que siempre: gobernar.
No me atreví a preguntarle más.
(*El Sol, 22 de marzo de 1936)
HOMBRES DE MANO*
Dado que en nuestros tiempos nos dejamos llevar por consignas y actuamos con poco discernimiento, aceptando lo que nos dicen o nos hacen, por el poder de quienes nos lo dicen o nos lo hacen, admitiendo conductas que van contra la propia naturaleza y resignándonos al que nos imponen, viene a colación este artículo de prensa escrito en el diario El Sol del 29 de marzo de 1936, donde Morente hace elogios del pensamiento.
Ante todo: “pensar”, se olvidaba, según nuestro personaje, en aquellos años. Se propagó por el mundo que la acción es superior al pensamiento. Esto da lugar al fascismo y al comunismo.
“Acción directa”, “violencia”, “dictadura” –del proletariado o del que manda.
El hombre de mano, según La Rochelle, es el que piensa que no debe pensar, sino actuar, hacer. Por el contrario, a los que piensan antes de hacer les llama “hombres de cabeza”.
El “hombre de mano” no puede vivir sin el “hombre de cabeza”.
El sentido de la vida humana se lo da la cabeza del hombre, y no sólo para la ciencia, sino para la existencia pública colectiva.
La fuerza es inútil y perjudicial y no sólo la física, sino la que dan los votos. Es erróneo pensar que se puede prescindir del resto y no contar con el sentimiento y el pensamiento de quienes nos rodean, a pesar de que piensen de manera diferente a la mayoría. Toda dictadura es un error radical y todo error se paga.
Escuchemos y veamos la vigencia que puede tener en la actualidad, en que se compran y venden voluntades y el pensamiento duerme en lo fácil de la vida sin esfuerzo, sin pensar.
“Da pena ver rezagándose a los que debieran ir delante. Los hombres de la inteligencia no han nacido para correr a la zaga del carro multitudinario, y cuando encontramos a alguno que sucumbe a la triste tentación de renegar de su destino, pensamos melancólicamente en la vieja sapiencia del proverbio latino: “Quos vult perder Júpiter dementar”, es verdad, Júpiter vuelve locos a los que quieren perder. Tengamos cuidado de no volvernos locos, pues mientras nos quede un adarme de inteligencia clara no habremos de perder la esperanza. En todo momento, por apurado que sea, tiene el hombre siempre una última tabla de salvación: caer en la cuenta de que es hombre, es decir, ser pensante, y de que antes de hacer una u otra cosa le conviene, si quiere vivir, hacer lo indispensablemente preciso: pensar.
Olvidar esto es habitual en los días que corren. Con harta rapidez se ha propagado por el mundo el tópico de la superioridad de la acción sobre el pensamiento. Esta doctrina –por llamarla de algún modo- constituye el meollo de las más diversas y aún opuestas posiciones públicas en la hora presente. Es la base del fascismo, como del comunismo y de los aledaños de uno y otro. “Acción directa”, “violencia”, “dictadura” – del proletariado o del jefe-; he aquí lemas en cuyo seno late la convicción monstruosa de que más vale pegar que razonar. Un escritor francés de talento –Drieu La Rochelle- ha llamado recientemente “hombres de mano” a esos que piensan que no deben pensar, sino hacer. Sin duda, los otros, los que piensan antes de hacer, deberán llamarse “hombres de cabeza”. Así sea, pues.
Pero es extraño que la juventud -si vive alerta- no se de cuenta de que ya está pasando el momento del desvarío. Digo que está pasando, no que haya pasado. Aparte de los síntomas en que se manifiesta –débilmente todavía- en el nuevo propósito de oponer a la violencia la razón, hay el hecho típico de la modernidad, que consiste en que tan pronto como algo acontece en el mundo enseguida comienza a reflexionarse sobre esto, es decir, a someterlo a instancias intelectuales superiores. Tan pronto como adivino la violencia, adivino la teoría de la violencia. Y la teoría de la violencia contiene ya el antídoto contra la violencia, puesto que plantea el tema de la violencia en el terreno de la teoría. Primero se dieron golpes, y claro está que triunfaron, porque había múltiples causas que los ayudaron a triunfar. Pero, enseguida, después de los golpes, hubo quienes empezaron a pensar sobre ellos. Desde ese mismo momento quedó restaurado el primado de la idea. El “hombre de cabeza” tiene siempre sobre el “hombre de mano” la ventaja del tiempo. El “hombre de cabeza” hace pensamientos, y los pensamientos duran. El “hombre de mano” da golpes, y los golpes pasan. Y cuando los golpes han pasado, los pensamientos siguen actuando con acción incomparablemente más profunda y eficaz que los golpes.
Siempre ha habido en el linaje humano los dos tipos del hombre de mano y del hombre de cabeza. Pero nunca esos tipos habían sido excluidos el uno del otro. La mano, para hacer algo a derechas, necesita la cabeza, y la cabeza necesita la mano para realizar lo que haya pensado. Ahora bien, lo característico de estos últimos tiempos ha sido que la mano ha prescindido deliberadamente de la cabeza. La violencia ha sustituido a la razón. Este hecho insólito tiene sus causas históricas profundas, que fueron perfectamente dilucidadas por Ortega y Gasset, hace ya bastantes años, en “La rebelión de las masas”. Ahora todo el mundo comienza a sentir con sensación acuciadora lo que Ortega y Gasset expresaba ya entonces en términos bien claros. La civilización o la cultura –como quiera llamársela- no consta sólo de las cosas hechas, sino también de las facultades para hacerlas; no sólo de los instrumentos y de las manos que las manipulan, sino también de las cabezas que los discurren e inventan. Querer civilización o cultura – como conjunto de cosas buenas e instituciones justas para disfrute y bienestar de todos –implica razonablemente, querer asimismo el pensamiento, el saber razonado. La civilización germinada –que son los frutos comestibles de la cultura- supone la civilización germinante –que es la savia activa de donde aquellos frutos comestibles nacen. No puede la primera existir sin la segunda. El “hombre de mano” no puede vivir sin el “hombre de cabeza”. La vida humana es distinta radicalmente de la acción natural, porque la vida humana tiene sentido. Ahora bien; ese sentido se lo da a la vida no la mano, sino la cabeza del hombre.
Y no se diga que todo esto es válido, sólo para la ciencia y la técnica, pero no para la existencia pública. No se diga que en la vida política impera solamente la mano, la violencia, con exclusión del pensamiento, de la razón, del sentido. `Porque el error más grave –gravísimo- que podría cometerse sería justamente ese de creer que en lo político no hay más que pura y simple voluntad de poder. Las realidades colectivas –sociales y políticas- son tan realidades como las otras de la naturaleza, y mucho más complicadas que las de la naturaleza. Manejarlas eficazmente requiere muchas previas cavilaciones y pensamientos. El puñetazo no es solo brutal, sino totalmente ineficaz, inútil; más aún: perjudicial. Complica estúpidamente las cuestiones, en vez de resolverlas, o atonta a la colectividad con mayor daño para su futura vida. En el trato con las realidades naturales fuera evidentemente, la mayor demencia el no contar con lo que son, el no empezar por averiguar su ser mediante el pensamiento. Del mismo modo, en el trato con las realidades colectivas, sociales, es insensato prescindir cada cual –o cada grupo- del resto y no contar con el sentimiento y el pensamiento de los demás convivientes. Toda dictadura, lo mismo la de uno que la de muchos o la de todos, es siempre –prescindo de calificativos morales- un error radical que, como todo error, se paga inexorablemente. El “hombre de mano”, si olvida que tiene cabeza y la pierde, se convierte en pura fuerza natural, en barbarie selvática.
* (Escrito en el Diario El Sol, el 29 de marzo de 1.936).
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