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Manuel García Morente (Síntesis biográfica)

          

            Podría citar cantidad de frases, escogidas de los textos bíblicos, sobre la conversión de personas de todas las categorías, edades, estatus social, podríamos buscar los momentos en que Jesús nos llama a la conversión.

            A lo largo de la historia del mundo ha habido muchas conversiones y las seguirá habiendo, pero la que os voy  a relatar, por el desconocimiento que las personas sencillas tienen sobre ella, no deja de ser un ejemplo cercano y extraordinario de la Omnipotencia del Creador.

            MANUEL GARCÍA MORENTE   fue nada más y nada menos que un filósofo, y lo siguió siendo  después  de su conversión, pero a partir de ésta fue un autentico FILOSOFO CREYENTE  que , sin  confundir la filosofía con la fe, supo mantenerse en un vital e íntimo contacto con las verdades de la revelación.

            Comencemos ahora con el relato de su no muy larga, pero prolífica vida. Nació en Arjonilla el 22 de abril de 1.886, su padre, el Dr.Garcia Corpas, era médico titular del  pueblo cuando él nació. Poco tiempo después se trasladó la familia a Granada de donde parten los primeros recuerdos de su infancia.

            El Dr.García Corpas se había especializado en oftalmología en París al lado de un excelente  oculista francés, el Dr.Bequer, en cuya clínica trabajó varios años antes, aún después de casado  con una dama andaluza, Doña Casiana Morente Serrano, parienta del célebre general.

            García Morente sentía una gran admiración por su padre, hombre culto, excelente profesional, de carácter fuerte casi violento. Recordaba cuando iba a su lado, muy niño todavía,  en el pescante de coche de caballos que el doctor guiaba a toda velocidad por las calles de Granada, para frenar en seco, puntualmente a la puerta de la consulta mientras los pacientes que esperaban, un tanto asustados, verificaban la hora: "Son las tres, ya está aquí el doctor". Pero toda esa violencia se remansaba y se hacía ternura en sus dedos cuando trataba los ojos de sus pacientes que le adoraban.

            De la madre del filósofo sabemos que era una señora de cara redonda y sonrosada, de mirada penetrante, por lo que según nos cuentan sus nietas era como su hijo, o mejor dicho, el hijo era como su madre.

            También influyó en su vida el único hermano de su padre, su tío Isidoro, farmacéutico de carrera pero humanista de vocación, gran aficionado a las letras.

            García Morente tenía dos hermanas mayores, Guadalupe que tuvo una influencia enorme en su vida y Beatriz. Ambas se educaron en un pensionado de religiosas de Anglet (Francia), próximo a la frontera española, donde la familia García Corpas pasaba también algunos veranos.

            Era natural que cuando Manolito, como le llamaban familiarmente, llegara a la edad escolar, le enviase su padre como alumno interno al Liceo de Bayona. En vacaciones iba a Granada, donde inspiraba cierta curiosidad entre amigos y parientes, pues su "deje" afrancesado chocaba con nuestro oído andaluz, por lo que le llamaban el "francesito".

            Comenzó a tocar el piano por pura afición. Con un oído prodigioso y un enorme entusiasmo, ésta sería unas de sus pasiones.

            Fue en uno de aquellos veranos de su adolescencia, muerta ya su madre, cuando se negó a ir a la iglesia con su hermana "porque él ya no creía". Guadalupe no insistió entonces ni nunca discutió con su hermano de este asunto. Se limitó a rezar, aunque años después, en su lecho de muerte, le pidió "que no resistiera a la Gracia si ésta se presentaba" y él se lo prometió.

          A partir de este momento da comienzo su esplendorosa carrera: Bachiller con el "Grand Prix" en 1903; Licenciado en Letras -Filosofía- por la Sorbona en 1906; alumno predilecto del gran filósofo Bergson, del no menos extraordinario Levy-Brúhl, sus profesores franceses le ofrecieron todas las posibilidades para quedarse en la enseñanza. Pero él lo rechazó porque deseaba volver a España.

            Extraordinariamente sensible, su capacidad de amar y su vivo deseo de ser amado, se plasma en pruebas de afecto hacia sus hermanas, sobre todo hacia Guadalupe ya casada y madre de numerosos hijos a los que quiere como hermanos menores.

            Serio, reflexivo, apasionado, exagerado. En 1.911, estando en Berlín da numerosas muestras postales de amor a su familia, dos años después se une matrimonio a Carmen García del Cid.

            Para conquistar a Carmen hubo de poner en juego toda su atractiva personalidad; una extraordinaria inteligencia, una voz cálida, vibrante, viril y dulce al mismo tiempo, el admirativo afecto de amigos y alumnos y sobre todo el amor, ese amor que él le ofrecía a raudales y con todas las muestras posibles.

            Hubo que salvar muchas dificultades. La familia García del Cid pertenecía a la burguesía provinciana tradicional, muy religiosa y, naturalmente, se resistía a aceptar por marido de su hija a lo que entonces se llamaba un "librepensador". Pero ella respondió al amor, porque era una mujer de veinticinco años, inteligente, instruida, de encantadora personalidad física y moral. Se enamoró de él y decidieron casarse; sentaron unas premisas previas al enlace, unas bases para la construcción del matrimonio: absoluta libertad para que ella cumpliese los deberes religiosos que su acendrada fe cristiana le pedía; educación de sus hijos, total respeto a las mutuas ideas, sin más.

            Vivieron diez años de intensa felicidad, integrándose ella con admirable naturalidad en el ambiente social e intelectual de Manuel.

            Ortega y Gasset, Américo Castro, Juan Ramón Jiménez, los Orueta, son una prueba de lo que les cuento.

            El aceptó como propia  a la familia de su mujer, cuya serenidad alegraba el hogar con su carácter delicioso, lleno de gracia y simpatía de malagueña fina.

            Nacieron sus dos hijas, María Josefa y Carmen, dos entrañables mujeres, de la categoría que el padre mereció, a las que tengo el placer inmenso de conocer y tratar de vez en cuando.

            Se sucedieron años de fecundidad profesional: sus clases en la Universidad, sus libros, conferencias, ensayos, traducciones de los más grandes filósofos, reuniones y mucho más que apenas se conoce.

            Hay un dato desvelado por sus hijas y es que en el curso académico 1.920-21 se licenció en Derecho como alumno libre por la Universidad de Murcia, de una manera anónima y disimulada, entre Junio y Septiembre aprobó con cuatro Matrículas de Honor y el resto sin bajar de Sobresaliente.

            Después de estos magníficos años de casado, fallece su esposa Carmen y llega el horror, el cataclismo, la desolación. Ella parecía la única persona insustituible en su vida y quedó con sus dos hijas de nueve y cuatro años.

            María Josefa y Carmen cuentan infinidad de detalles de la armonía del matrimonio, porque quedó grabado en ellas el momento en que su padre les comunicó la muerte.

            Desde entonces, nada cambió en el interior de la casa, siguieron viviendo todos juntos; los abuelos, la tía y las niñas "¡Cómo si Carmencita estuviera aún con nosotros!", decía el insigne escritor para conformar a sus familias.

            Visitaba semanalmente la tumba de su esposa acompañado de sus hijas. Había mandado hacer una lápida de granito sin pulimentar, cuando llegaban la hija mayor se arrodillaba y rezaba mientras él permanecía de pie, con la cabeza descubierta y absorto. Cuando la hija se distraía o desviaba su atención a un lado u otro le decía suavemente: "anda reza, reza".

            Poco a poco el agudo dolor fue cediendo y espació sus visitas al cementerio, lanzándose de lleno a la vida exterior, a una brillante acción eminentemente intelectual. Su vida a partir de aquí se ve colmada. Se levantaba muy temprano y con "un purito María Guerrero" se desayunaba una taza de manzanilla porque ya comenzaba a molestarle el estómago. Trabajaba intensamente, a las nueve y media salía hacia la Universidad, o al Ministerio, o a Espasa Calpe. o a cualquiera de sus ocupaciones. Volvía puntualmente para almorzar a las dos, después se encerraba en el despacho que era el sancta-sanctorum de la casa.

            Podríamos continuar con tantos y tantos detalles... Pero, no os quiero cansar y voy a pasar a contaros lo que verdaderamente es el eje de nuestra meditación: la conversión de un hombre con todos estos rasgos, de una inteligencia inigualable, doctor por diferentes universidades de Europa y América y poco conocido por el pueblo llano. Un hombre que ignoraba a Dios, no creía en Él y sin embargo algo le hizo conocerlo.

            Estamos en la noche del 29 al 30 de Abril de 1.937, son las dos de la madrugada. El 28 de Agosto del 36 fue asesinado su yerno, en Toledo, el marido de su hija María Josefa, por el que sentía un gran cariño, respeto y admiración. Era un joven de 29 años, digno de amor por todos los conceptos. Su conducta moral había sido siempre ejemplar. Según el propio profesor había llegado al matrimonio en perfecto estado de pureza, cosa que aseguraba sin temor a equivocarse. De acendrada religiosidad. Pertenecía a la Adoración Nocturna, circunstancia que posiblemente influyó en su desgraciada muerte.

            De carácter jovial y aún aniñado en ciertas cosas, amaba las Matemáticas -en las que era muy versado- y el deporte. Su presencia física era agradable, era lo que se dice un chico guapo. Y en su carrera de Ingeniero de Montes y luego de Ingeniero Geógrafo, caminaba hacia un porvenir muy halagüeño.

            Había dado una nietecita monísima a D. Manuel, y poco antes de su muerte -dos meses- nació el nieto, del mismo nombre que el abuelo y al que tengo el gusto de conocer.

            Recibió la noticia de la muerte de su yerno cuando estaba en la Universidad entregando el Decanato, del que fue sustituido por el gobierno de entonces, a Besteiro. Comprendió en seguida que había sido asesinado y de la impresión cayó desvanecido al suelo. cuando volvió en sí pidió al propio Besteiro que empleara toda su influencia para lograr el rápido  y seguro traslado de su hija y nietos de Toledo a Madrid. Así sucedió, Besteiro consiguió que un auto oficial, con escolta de dos guardias, fuera a recoger a sus hija y nietos, que dos días, a las once de la noche, después llegaban a Madrid, mientras en casa, ellos esperaban desde las ocho su llegada. Tres horas de angustias mortales, en las que pasaron por su imaginación, desfilando, trágicas imágenes; veía a su hija asesinada, a sus nietos arrebatados por manos hostiles, conducidos a sabe Dios qué asilos infantiles, perdidos en vida para siempre. Por fin, a las once, quedaron disipadas sus dudas y un auto con su hija, nietos y dos sirvientas en perfecto estado de salud, estacionaba en su puerta.

            A partir de este momento os intercalaré las palabras del propio profesor, en las que vamos a descubrir la grandeza de este sensacional hombre, que tal vez un día pueda ser objeto de beatificación, teniendo en cuenta su intachable historia.

            Se estaba apoderando de él un  estado de espíritu, que  dada su sensibilidad sutil y excitable, se estaba exacerbando por momentos. La tragedia de su pobre hija, viuda a los veintidós años, con dos hijitos, a los dos años de matrimonio, trastornó por completo su pensamiento, su sentimiento, su vida entera.

            Vengo a citar de nuevo palabras textuales del filósofo: "En mi casa reinaba el silencio trágico de la angustia y el terror. Yo no salía en absoluto a la calle. Nadie de casa salía, sino lo indispensable para las necesidades de la vida" -decía nuestro profesor.

            Un día, los milicianos se llevaron al hijo mayor de sus vecinos de piso. El pobre muchacho fue asesinado. Otro día, "quemamos en la caldera de la calefacción toda la documentación y correspondencia que yo guardaba del año en que desempeñé la Subsecretaría de Instrucción Pública en el Gobierno del General Berenguer. Al día siguiente -fue providencial- vinieron a registrar mi casa. El día entero nos lo pasábamos atisbando, detrás de las persianas echadas. Con el corazón encogido contábamos los escalones que subían los asesinos, y cuando habían pasado nuestro piso lanzábamos un suspiro de satisfacción. ¡La muerte iba a otra casa! Mis hijas, mi cuñada, mi tía, la antigua sirvienta que tenemos desde hace veintiséis años, reuníanse en un rincón de la casa y se estaban horas y horas rezando. Yo entonces no podía, y acaso no sabía, rezar. Pero no sé qué ímpetu interior me empujaba a aprobar y agradecer aquella tierna y sumisa fe de las buenas mujeres".

            El 26 de Septiembre, al mes escaso del asesinato de su yerno, recibió el aviso confidencialísimo de que urgía se ausentara de casa y, si le fuera posible, de España, pues se había acordado por ciertos elementos disconformes con su gestión en el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras darle muerte, como era usual entonces. Obedeció prudentemente y obtuvo un salvoconducto por medio de un ministro amigo suyo y, con el pasaporte, aún válido, salió para Barcelona y Francia. En la ciudad condal pasó un buen susto. Estuvo a punto de ser detenido, al ser confundido con otra persona. Por fin salí de España y llegué a París el 2 de octubre. Tenía 75 francos en el bolsillo.

            Cuenta en El Hecho Extraordinario: “Llegué, pues, a París, sin dinero y con el alma transida de angustia y de dolor, y además corroída por preocupaciones de índole moral. ¿Había hecho bien en abandonar mi casa y a mis hijas y ponerme egoístamente a salvo? Todavía hoy , cuando los hechos han demostrado con harta evidencia lo acertado que estuve en salir de Madrid, todavía, a veces, retrospectivamente, sorprendo en algún repliegue de mi alma cierto reproche de cobarde egoísmo cuando pienso en mi conducta de entonces, al salir precipitadamente de Madrid. En París, Dios me protegió lo suficiente para no dejarme caer en las abyecciones de la total miseria. Un buenísimo amigo,  español, que tenía un pisito en París, puso a disposición un cuarto con una cama y un armario. Una buenísima señora, francesa, viuda de un antiguo compañero mío de estudios de la Sorbona me brindó caritativamente la mesa de su hogar.

            En casa de mi amigo don Ezequiel de Selgas pasaba, las noches y las mañanas. Salía a comer  y cenar a casa de madame Malovoy. Yo padezco bastante de insomnio, suelo combatirlo con métodos psicológicos por ejemplo, repasar in  mente teorías filosóficas, o físicas, o matemáticas, o problemas de ajedrez. Pero estos medios,  me fallan cuando tengo en el alma alguna emoción profunda, tenaz, taladrante, puesto que el pensamiento y la imaginación se me van tras la preocupación afectiva y sentimental, que me embarga.

            En París el insomnio fue el estado casi normal de mis noches tristísimas. Me las pasaba cavilando sobre si había hecho bien o mal en dejar a mis hijas y venirme a París, sobre cómo podría arreglármelas para ganar algún dinero y salir de la humillante situación en que me veía, sobre el modo de sacar de España a mis hijas y a mi familia, sobre la manera de hacerlas subsistir en el extranjero. Repasaba en la memoria todo el curso de mi vida, percibía la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo mi desasosiego.

            Había iniciado algunas gestiones para sacar a mis hijas de España por medio de la embajada inglesa. Me fallaron. Inicié luego otras, por medio de la Cruz Roja Internacional. Todavía no he tenido contestación a ellas.

            A fines de Enero de 1.937, un golpe de suerte modificó un tanto mi situación. Recibí una carta de la Editorial Garnier Frères rogándome que me pasara por sus oficinas. Lleno de curiosidad y olfateando algún suceso favorable, me presente en el despacho del señor Garnier. Este me propuso la confección de un diccionario francés-español y español-francés, en sustitución del anticuado ya agotado Salvá, que la casa había editado muchos años antes. Un amigo mio, editor catalán, que, como yo y tantos otros, estaba huido en París, había hablado a Garnier de mí como persona capaz de llevar a cabo el trabajo necesario. Acepté la proposición y las condiciones, pidiendo que me pagase por entregas mensuales de original. A finales de Febrero pude sentir la inmensa satisfacción de cobrar mil francos y corrí a compensar a la buena señora que me daba de comer en su casa.

            Quince días después, recibo un cablegrama de Buenos Aires, firmado por mi antiguo amigo el profesor Alberini, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, en que me ofrece la cátedra de Filosofía en la Universidad de Tucumán. Respuesta pagada. Medité cinco minutos y contesté aceptando, pero condicionando mi ida a la Argentina a la salida de mis hijas y nietos de España para que me acompañasen. Convencido de que la respuesta iba a ser afirmativa, me dediqué otra vez febrilmente -y ahora ya con toda mi alma- a buscar la manera de sacar a mi familia. Hubo veces que pasé hasta tres noches sin dormir ni un segundo. Por mucho que pensaba, no encontraba la manera de enfocar útilmente el problema. ¿Cómo hacer? Justamente ahora cuando el ofrecimiento argentino me daba resuelto el problema de mantener a mi familia fuera de España; justamente ahora era cuando no veía luz alguna ni resquicio por donde iniciar la gestión.

            Desesperábame, y hubo momento en que, exacerbándose de nuevo el doloroso escrúpulo moral de haber abandonado a los míos en Madrid, acometióme la idea -extrañísima en mí, que no era creyente- de que ese contraste entre la actual posibilidad de subvenir a las necesidades de los míos fuera de España y la imposibilidad contraria de conseguir su salida y reunión conmigo era un castigo de Dios por mi egoísmo y cobardía. La primera vez que la idea de "castigo de Dios" rozó mi mente fue cosa fugaz y transitoria. Pero por la noche la misma idea reapareció, y esta vez ya con claridad y persistencia tales que hube de prestarles mayor atención. Pero fue para mirarla, por decirlo así, despectivamente y rechazarla con un movimiento de enojo, de orgullo intelectual y de soberbia humana. "No sea idiota", me dije a mí mismo. Y el pensamiento volcó sobre la pobre ideíta, humildilla y buena, un montón rápido de representaciones filosóficas, científicas, etc., que la ahogaron en ciernes.

            Pocas horas después me sucedió un acontecimiento por lo menos extraño. Iba yo con cierta frecuencia a la casa que habitaba en Auteuil Don José Ortega y Gasset. Para ir allá tenía que tomar el metro y descender en la estación de la avenue Mozart, desde donde, a pie, iba por la rue de l'Assomption hasta la casa de mi buen amigo. Nunca había reparado yo en el nombre de esa calle ni en el porqué de ese nombre. Pero aquel día he aquí que, al surgir por la escalera del metro en la avenue Mozart, asaltóme el recuerdo de mi buenísima esposa en el preciso instante en que, levantando la vista, claváronse mis ojos sobre la placa que decía: Rue de l'Assomption. Esta calle -pensé- se llama de la Asunción porque, sin duda, en ella está o estuvo el convento de la Asunción, en donde mi mujer se educó en Málaga. ¡Claro! ¡Como que la casa madre fue establecida en Auteuil! Y en Auteuil estoy. Luego  por aquí debe estar o debió estar el primitivo convento de las monjas que educaron a mi buena esposa y a mis hijas. Vamos a ver. Y, caminando despacio, me iba fijando en todos los edificios que veía.

            No tardé en descubrir el convento. Muchísimas veces había pasado por allí en aquellos días y en aquellos meses, y nunca había visto en realidad ni la calle ni el convento ni nada de esto. Llegué pensativo y preocupado a casa de Don José Ortega y Gasset. Y he aquí que ese día encontré en la sala de Don José a un catedrático de Madrid, que estaba allí de visita, y a quien yo conocía mucho y trataba con intimidad y cariño. Este señor no era ni es rojo. Pero tenía el pobre la desgracia enorme de tener a sus hijos -varones todos y ya mayores- divididos en la cuestión española. Uno de ellos estaba sirviendo como teniente de Ingenieros (voluntario) en el ejército de Franco. El otro, en cambio, médico, era secretario particular del doctor Negrín. Durante la conversación salió a relucir la proposición que yo había recibido de una cátedra de la Argentina, y el vivísimo deseo y aun necesidad que sentía de sacar a mi familia para llevármela conmigo a América.

            Entonces aquel señor dijo que su hijo, el secretario particular de Negrín, llegaba al día siguiente en avión de Valencia, que él hablaría de mi deseo, que me proporcionaría alguna entrevista con el muchacho y que quizá se pudiera conseguir algo. Yo me quedé pasmado. El conjunto de lo que me estaba sucediendo tenía caracteres verdaderamente extraños e incomprensibles. Sobre mí se iba tejiendo, sin la más mínima intervención de mi parte, toda mi vida. La llamada de Garnier, el encargo del diccionario, el ofrecimiento de la cátedra argentina, este felicísimo  encuentro con el padre de un secretario de Negrín, nada de eso había sido ni buscado, ni procurado, ni siquiera sospechado por mí. Yo permanecía pasivo por completo e ignorante de todo lo que me sucedía. Dijérase que algún poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío. Es más: todo lo que yo hacía o intentaba por propia iniciativa salía mal y fracasaba. En cambio, caíanme como llovidos del cielo precisamente los acontecimientos que menos podía imaginar. Tuve una profunda punzante la sensación de ser una miserable briznilla de paja empujada por un huracán omnipotente.

            Por tercera vez la idea de la Providencia se clavó en mi mente. Por tercera vez, empero, la rechacé con terquedad y soberbia. Pero con un vago sentimiento de angustia y de confusión. Era demasiado evidente que yo, por mí mismo, no podía nada y que todo lo bueno y lo malo que me estaba sucediendo tenía su origen y propulsión en otro poder bien distinto y harto superior, con todo, refugiábame en la idea cósmica del determinismo universal, y una vez que se me ocurrió tímidamente el pensamiento de pedir, de pedir a Dios, esto es, de rezar, de orar -que era, sin duda, la actitud más lógica y congruente con todo lo que me estaba sucediendo-, lo rechacé también como necia puerilidad. ¡Qué demencia! Me entrevisté, en efecto, con el hijo del catedrático, que llegó a París. Le expuse mi deseo. Le dije que Negrín me conocía bien. Le rogué que procurase la salida de mis hijas y nietos. Negrín no era entonces  presidente del Consejo, sino ministro de Hacienda del Gobierno de Largo Caballero. El hijo del catedrático me prometió hacer todo cuanto estuviera de su parte para satisfacer mis deseos. Escribí a mis hijas una carta muy meditada.

            Yo, muchas veces, les había recomendado que por nada del mundo salieran de Madrid. Pero ahora tenía que advertirles que su salida era cosa mía. La carta, pues, que les escribí era delicada y difícil. La entendieron perfectamente, gracias a Dios. Y, en efecto, el día 2 de Abril recibí un telegrama de Valencia en que me anunciaba su llegada a la capital levantina. Dos días después recibí una carta en la que me referían su entrevista con Negrín, el cual las había recibido muy amablemente y les había prometido darles en breve el necesario pasaporte para venir a París.

            Aguardaba impaciente el telegrama comunicándome la llegada fija para tal día a tal hora. Pasaron tres días. "Serán -pensaba yo- las dificultades burocráticas".  Recibí una carta de Valencia. En efecto, mis hijas me decían que las dificultades burocráticas entorpecían la cosa. Una leve inquietud, una especie de pensamiento sombrío, que se alzó en mi alma, fue rápidamente ahogado por el frío razonamiento. No, no había que temer; puesto que les habían prometido darles el pasaporte , es que estaban dispuestos a dárselo; era, pues, sólo cuestión de días. Pasaron otros tres días y comencé a inquietarme de nuevo. Y de nuevo recibí carta de Valencia en la que me aseguraban mis hijas que había atasco de trabajo en Gobernación, que tuviera paciencia, etc. A la lectura de esta carta mordióme de nuevo en el corazón el diente de la duda, de la aprensión y de la congoja. ¿Qué pasará? ¿Será que se están burlando de ellas, entreteniéndolas con vanas promesas?

            Derrumbóse otra vez en mi alma la confianza en la determinación natural de causas y efectos, y la inquietud profunda se apoderó de mí. No podía hacer nada. Aquellas noches de dudas fueron atroces.

            Mi angustia, mi congoja parecían llegar al paroxismo. Estaba a veces como entontecido y entumecido, sin pensar literalmente en nada. Otras veces me lanzaba a la calle y caminaba hasta que me rindiera el cansancio.

            Hacia al 20 de Abril recibí otra carta de Valencia que veladamente me daba a entender existían "algunas dificultades para el proyectado viaje". Esto intensificó el estado de depresión en que me encontraba. Lo más característico de este estado era la sensación de "absoluta impotencia", de total pasividad, de no intervención en los engranajes de mi propia vida, y frente a ella se erguía rabiosa la voluntad soberbia, que no podía admitir el verse así anulada y reducida a la "impotencia absoluta". Todo eso me torturaba hasta lo indecible.

            El 27 de Abril recibí un telegrama que decía: "Imposible viaje. Dinos si regresamos  Madrid o vamos Barcelona". Realizábase mi sospecha. El Gobierno negaba la salida de mis hijas. Me produjo un efecto tremendo. Primero fue de rabia e indignación contra el Gobierno. Me desaté en improperios interiores. Contesté el telegrama aconsejando la marcha a Barcelona, en donde tenemos parientes muy próximos y queridos.

            Enseguida me invadió una enorme depresión física e intelectual. Durante unas horas estuve como alelado, incapaz de pensar en lo que me sucedía. Durante un buen rato , tendido en la cama, me entretuve en ir siguiendo con gran atención y curiosidad las evoluciones de una mosca por el techo y la pared.

            Todo el día 27 y su noche estuve dándole vueltas a estos pensamientos particulares: mi situación, mis hijas, mi casa de Madrid, mi porvenir inmediato o remoto, el de los míos. El 28 marchó mi amigo Selgas a Biarritz y me quedé  solo en el piso por unos días. Confieso que me gustó la idea de quedar solo. Me propuse paladear, por decirlo así, esa soledad.

            Telefoneé a madame Malovoy, avisándola que no iría a comer ni a cenar en varios días, y con cierto placer íntimo recorrí el piso para convencerme -pueril ocurrencia- de que efectivamente estaba solo.

            Era preciso pensar ordenada y metódicamente.

            Empecé haciendo un repaso general de todo lo que había sucedido desde que comenzó la guerra y de lo más importante en que había meditado desde entonces. El resultado evidente de esta reflexión fue: desde que empezó la guerra yo no había intervenido ni poco ni mucho en mi propia vida.

            Mi vida, los hechos de mi vida, se habían hecho sin mí, sin mi intervención. En cierto sentido cabía decir que yo los había presenciado, pero de ningún modo causado. ¿Quién, pues, o qué  o cual era la causa de esa vida que, siendo la mía, no era mía? Porque lo curioso y extraño es que todos estos acontecimientos eran hechos de mi vida, esto es, míos; pero, por otra parte, no habían sido causados ni provocados, ni siquiera sospechados, por mí; esto es, no eran míos. Había aquí una contradicción evidente. Por un lado, mi vida me pertenece, puesto que constituye el contenido real histórico de mi ser en el tiempo. Pero, por otro lado, esa vida no me pertenece, no es, estrictamente hablando, mía, puesto que su contenido viene, en cada caso, producido y causado por algo ajeno a mi voluntad. 

            ¿Quién es ese algo, distinto de mí, que hace mi vida en mí y me la regala? ¿Y si yo no aceptara el regalo? ¿Y si yo no quisiera recibir como mía esa vida que yo no he hecho? ¿Es acto propiamente mío, acto libre o necesidad metafísica? Ante la gravedad de estos problemas me quede perplejo y como desconcertado.

            Una especie de tranquilidad espiritual sobrevino entonces a mi alma, porque advertí, con extraordinario gozo, que las preocupaciones que me agitaban habían salido de pronto del ámbito particular y egoísta y se habían entrado en el terreno general, universal y aun, si se quiere, metafísico. Ya estaba pensando, no en mí, particularmente, sino en la vida humana en general, a través de mi caso particular. Esto, repito, me alegró muchísimo, porque siempre me ha repugnado un poco la actitud del egoísmo.

            Así pues, resolví establecer una especie de investigación metódica sobre los dos problemas que acababa de plantearme. y ordenadamente empecé por el primero: ¿Quién es ese algo distinto de mí que hace mi vida en mí y me la regala? Claro está que en seguida se me apareció en la mente la idea clara de Dios. Pero también en seguida debió asomar en mis labios la sonrisa irónica de la soberbia intelectual. "Vamos -pensé-, Dios, si lo hay, no se ocupa de otra cosa que de ser. dejémonos de puerilidades". Y, en efecto, realicé el acto interior de rechazar esas, que yo llamaba, puerilidades. Pero he aquí que las puerilidades insistían en quedarse y se negaban a ser rechazadas. Y sucedió una cosa estupenda, incomprensible para mí, a no ser por evidente auxilio de la gracia, y fue que, sin darme yo plena cuenta al principio, comencé a pensar con método estrictamente inverso del que generalmente solía emplear en estos temas. En general, ante un problema filosófico o metafísico suelo yo proceder, en mi intima indagación, abrazando cariñosamente la tesis que más me llena y satisface, y luego, oponiéndole adecuadas objeciones, que procuro resolver, debatir, deshacer, siempre con el íntimo deseo de que, ante mi propia conciencia racional, prevalezca la primera tesis abrazada. Cuando alguna vez las objeciones y dificultades con que ataco dialéctica mente la tesis preferida se revelan fuertes y decisivas y llegan racionalmente a deshacerla, desconsuélome sobremanera, y me cuesta cierto trabajo afectivo y sentimental el desprenderme de aquello que veo es érroneo, para abrazar lo que veo -con pena- ser verdadero. Hasta que, pasando cierto tiempo, entrego al fin mi corazón a la tesis evidentemente verdadera, y, entonces, igualmente me costaría dolorosa pena el prescindir de ella.

            Pues bien, he aquí lo extraordinario de lo que me aconteció: que toda la carga sentimental fue a posarse no sobre la tesis antiprovidencialista, que tomé como punto de partida, sino sobre las objeciones providencialistas que hube de oponerle en el movimiento dialéctico. En suma, obediente, por inercia del pasado, a la orden que la soberbia intelectual me dictaba de rechazar las "puerilidades", inicié, en efecto, la discusión intima, formulando como punto de partida la tesis del determinismo natural por causas y efectos, o sea, por causas eficientes; pero en seguida advertí  -y eso es lo estupendo y extraordinario- que mi corazón no estaba con la tesis, sino con las objeciones, y que las "puerilidades" eran de mi agrado más que las supuestas sapiencias de un estricto determinismo causal. Cada vez que descubría o rememoraba algún argumento en contra del determinismo natural, alegrábase mi corazón, que evidentemente estaba con las objeciones y en contra de la tesis.

            Una objeción, sobre todo, me inundó de gozo: la de que esta vida mía, que yo no hago, sino que recibo, se compone de hechos plenos de sentido. Ahora bien, el mero determinismo natural -físico, histórico, psicológico- puede producir hechos, pero no hechos llenos de sentido, no esos hechos, como los de la vida, que son inteligibles e inteligentes, encaminados sabiamente a ciertos fines  y efectos. Sería muy largo -y no es necesario- desenvolver todo esto como fuera debido. Baste decir que, al llegar la noche, había sufrido una pequeña crisis en mi dispositivo intelectual. Por una parte, la idea de una Providencia divina, que hace nuestra vida y nos la da y atribuye,  estaba ya profundamente grabada en mi espíritu. Por otra parte, no podía concebir esa Providencia sino como supremamente inteligente, supremamente activa, fuente de vida, de mi vida y de toda vida, es decir, de todo complejo o sistema de hechos plenos de sentido.

            Llegado a esta conclusión, experimenté un gran consuelo. Y me quedé estupefacto al considerarlo. ¿Cómo es posible, pensé, que la idea de esa Providencia sabia, poderosa, activa y ordenada, pero que acaba de asestarme tan terrible golpe, me sea ahora de consuelo? No lo entendía bien. Pero el hecho era evidentísimo. El hecho era que me sentía más tranquilo, más sereno y reposado. (Mucho tiempo después, leyendo a San Agustín, he descubierto la verdadera clave del enigma en la frase "Inquieto está mi corazón hasta que en Ti descansa"). En aquel momento no pude hallar otra explicación sino la vulgar psicológica: que el alma, atenazada por la angustia de la ignorancia y la impotencia, empieza a consolarse con la idea de que "hay" una razón o causa explicativa, aunque todavía no sepa cuál es en concreto esa causa o razón. El solo pensamiento de que hay una providencia sabia bastó para tranquilizarme, aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma Providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas.

            La noche del 28 al 29 la idea de la Providencia me sirvió de sedante. El hecho es que descansé un par de horas con tranquilidad, y cuando desperté tuve la fuerza y serenidad bastantes para prepararme el desayuno. Recuerdo muy bien que intencionadamente cargué la dosis de café pues estaba decidido a proseguir, con calma y método lo más riguroso posible, mis reflexiones de tipo general. Y debo decir que también recuerdo que ese día 29 fumé desesperadamente.

            Acumulo estos detalles, acaso ridículos, porque se acerca el momento decisivo y deseo que tenga usted presente todos los pormenores que pueda yo darle para que le ayuden a formar juicio.

            Toda la mañana del 29 de Abril estuve tranquilo, meditando, reflexionando sobre lo que tanto venía preocupándome intelectualmente. Poco a poco me fui afianzando en la idea providencialista y llegué a formármela de modo claro y explícito. Pero todavía mi pensamiento y mi imaginación caminaban por vías puramente abstractas y metafísicas. Pensaba en Dios; pero siempre en el Dios del deísmo, en el Dios de la pura filosofía, en ese Dios intelectual en el que se piensa, pero al que no se reza. Dios humano, transcendente, inaccesible, puro ser lejanísimo, puro término de la mirada intelectual. Considerábalo en su providencia, sí, pero como un

poder infinito con el cual el hombre no tiene más que la de una reverencia total, muda e inmóvil, esa "absoluta dependencia".

            En ese ambiente, y relativamente tranquilo, comencé a pensar que la única actitud congruente con esa Providencia impersonal era la simple resignación, el sometimiento completo, y me dispuse interiormente a verificarlo. Pero mis esfuerzos en este sentido resultaban ineficaces; una especie de sequedad se iba apoderando de mí, una tirantez interior, una frialdad o rigidez que poco a poco se fue convirtiendo en hostilidad, en encono, en retraimiento del alma, como ofendida de la altitud inaccesible en que ese ¨Dios metafísico se había colocado ante mí. En mi alma se produjo una especie de protesta, y creo, Dios me perdone, que algo así como una blasfemia subió a mi mente. Creo que acusé de cruel, de indiferente, de burlona, de sarcástica esa Providencia que se complacía en zarandear mi vida, en traerla y llevarla a su antojo inexplicable, en darle y atribuirle acontecimientos y hechos que yo no quería, que yo repudiaba. ¿Qué puedo espera, pensaba yo, de un Dios que así se complace en jugar conmigo, que me engolosina de esa manera con la inminente perspectiva de la felicidad, para hacer desaparecer en el momento mismo en que iba yo a tenerla ya entre las manos? Si Dios es el que hace los hechos de la vida y los da y atribuye y regala al hombre, yo puedo en cambio rechazar el obsequio. Cierto que la vida no es mía, puesto que estos hechos me acontecen a mí, me los da Dios a mí. Ahora bien, yo puedo tomarlos o rechazarlos, y decididamente los rechazo, no los quiero; no me someto con Dios, con ese Dios inflexible, cruel, despiadado.

            Una tempestad de ira alborotó mi alma, la rabia de la impotencia disconforme, de la libertad ineficaz. Me apareció claramente que sólo una cosa era libre de hacer para mostrar mi oposición a esa Providencia. Pero tan pronto me dí cuenta de la conclusión a que había llegado, me espanté de mí mismo. No por la idea del suicidio en sí, que ya en otras ocasiones había entrado en los ámbitos de mi conciencia, sino más bien por la absoluta ineficacia de un acto así, que a nada conducía, que nada resolvía y que todavía menos podía resolver el problema teórico, metafísico, en que estaba intentando orientarme.

            En realidad, había llegado al fondo de un callejón sin salida. Me dije a mí mismo que era necesario volver atrás y repensar de nuevo todo ese proceso intelectual, que me había conducido a tan grotesca conclusión. Haciendo un esfuerzo me impuse la obligación de tomar algún descanso,. Se me ocurrió poner en marcha la radio para ayudarme a la distracción. Estaban radiando música francesa, un trozo de Berlioz  titulado L' enfance de Jesús. Algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con los ojos secos.

            Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar, sin que yo pudiera oponerles resistencia, imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vi, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y a María. Seguí representándome otros momentos de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos pos pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. Y así, poco a poco, fuese agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la Cruz, en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres, niños, sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado. Y los brazos de Cristo crecían , crecían, y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor, y la Cruz subía, subía hasta el cielo  y llenaba el ámbito todo y tras de ella también subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí.

            No me cabe la menor duda de que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. "Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva" -me dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear. Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa Providencia que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende, a ése sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, ¡Se me había olvidado!

            Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos logré restablecer íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude restablecer el Avemaría. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió por completo, así como la Salve y el Señor mío Jesucristo. Tuve que contentarme con el Padrenuestro -que leía en mi papel-, no atreviéndome a fiar en un recuerdo tan difícilmente restaurado, y el Avemaría, que repetí innumerables veces, hasta que las dos oraciones se me quedaron ya perfectamente grabadas en la memoria.

            Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda  pueda verificarse en tan poco tiempo. ¿O es que la transformación se va verificando en la subconsciencia desde mucho tiempo antes de darse uno cuenta de ella? En este caso, el darse cuenta sería simplemente el término final, único consciente, de una previa evolución subterránea e inconsciente.

            Sea lo que fuere, el hecho es que me veía a mí mismo hecho otro hombre. ¡Qué exacta es la frase de San Pablo acerca de los dos hombres! Pero estaba aún como el caballo recién domado, todo tembloroso, todo indeciso, sin saber qué hacer y sin poder realmente hacer nada. ¿Ir a la Iglesia? Ya era de noche y seguramente todos los templos estarían cerrados. ¿Buscar  un sacerdote? Pero no conocía yo a ninguno en París, y además una invencible vergüenza, un pudor insuperable me impedían hablar de estas cosas con nadie que no fuera el mismísimo Jesucristo. Anduve por la habitación palpándome yo mismo los brazos, la cara, la cabeza. Recorrí todo el piso sin buscar nada, sin objeto ni propósito alguno. En la alcoba de Selgas me miré  al espejo y estuve comtemplándome durante largo rato. Me encontré distinto, muy distinto, aunque bien veía que era el mismo. Empecé a sentir una especie de desdoblamiento de la personalidad. Aquel del espejo era el otro, el de ayer, el de hace mil años: éste, en cambio, éste a quien consideraba dentro de mí, el nuevo, me parecía tan tierno tan frágil, que el menor choque podía quebrarlo en mil pedazos. Volví a mi habitación. De pronto pensé en mis hijas. "¡Cuando se lo diga, qué emoción van a sentir!". Pero inmediatamente hice el propósito y tomé la resolución de no decirles nada por escrito. La sola idea de hablar con alguien de todo esto que me sucedía producíame un encogimiento irreprimible. Me senté en un sillón delante de la ventana, por donde a través del cristal veía a todo París, y en el fondo la masa oscura de Monrmartre. ¡Mons Martyrum! Imágenes de cristianismo primitivo surcaron mi fantasía. ¡El circo romano, las fieras, los cristianos arrodillados en el redondel y dejándose despedazar heroicamente!¡Qué hombres! La gracia de Dios les inundaba, les envolvía, les sostenía. Sí, sin duda; pero además ellos mismos recibían y aceptaban sumisamente esa gracia y todo cuanto Dios les enviaba. ¡Sumisamente y libremente! Porque bien claro sabían lo que hacían y lo que querían al querer conformarse con lo que Dios quería de ellos.

            Con este pensamiento me pareció haber llegado por fin a la solución más clara y neta del problema de la vida en mí. La vida y los hechos de la vida,  que Dios providente hace y produce, Dios también nos los da y atribuye. Pero nosotros los aceptamos, los recibimos libremente, y por eso son nuestros tanto como suyos. Son suyos porque Él es su Autor, creador, distribuidor y provisor. Son nuestros porque nosotros libremente los aceptamos de su mano. Ahí está el toque, ahí está la esencia de la Humanidad: aceptar a la vez sumisa y libremente. El acto más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la voluntad de Dios. El animal acepta la voluntad de Dios porque, no siendo libre, no puede no aceptarla. O, por mejor decir,  no la acepta, sino que la recibe, se la encuentra encima sin haber pensado ni pensar en ello. Pero el hombre ha sido creado libre por Dios; es decir, que para realizar su propia esencia, para ser verdaderamente hombre libre, el hombre, yo en este caso particular, debe aceptar la voluntad de Dios con sumisión total y a la vez libremente. ¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. "Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo".

            Y postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de París, recité con íntimo fervor una vez más el Padrenuestro, entregando libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de Nuestro Señor Jesucristo.

            En el relojito de la pared sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír. Me senté de nuevo en el sillón y me puse a pensar lenta y reposadamente sobre mi nueva condición y el modo de vida  que debía adoptar. ¡Como quien con sana alegría medita gozoso los preparativos de un anhelado viaje! "Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me instruiré lo mejor que pueda en las verdaderas dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño, es decir sin discutirlas ni sopesarlas por ahora. Ya tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima de toda vacilación, para reedificar mi castillo filosófico sobre nuevas bases. Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!".

            Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el mismo momento, sin tardar. Me puse de pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro.

            Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras -negro sobre   blanco- que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido.

            No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Si sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi materia que dijérase no tenía corporeidad, como si yo hubiese sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin ninguna sensación concreta de tacto”.

(De la conferencia pronunciada por Aurelio Ortega, en Jaén, con motivo de las Convivencias Anuales de la Adoración Nocturna).

Como admirador de este arjonillero de pro, inteligente, erudito y una de las mayores figuras de la filosofía, quiero rendirle homenaje, en estos difíciles tiempos para la educación publicando este artículo genial.

 

 

Simbolización del estilo español

 

Decíamos ayer que la nación no es ninguna cosa material de las que hay en la naturaleza. No es una raza, ni una sangre. No es un territorio, ni un idioma. Tampoco, como creen algunos pensadores modernos, puede definirse como la adhesión a un determinado pasado o a un determinado futuro. La nación, por el contrario, es algo que comprende por igual el pasado, el presente y el futuro; está por encima del tiempo; está por encima de las cosas materiales, naturales; por encima de los hechos y de los actos que realizamos. La nación es el estilo común a una infinidad de momentos en el tiempo, a una infinidad de cosas materiales, a una infinidad de hechos y de actos, cuyo conjunto constituye la historia, la cultura, la producción de todo un pueblo. La nación española es, pues, el estilo de vida que ostentan todos los españoles y todo lo español, en los actos, en los hechos, en las cosas, en el pensamiento, en las producciones, en las creaciones, en las resoluciones históricas.

Ahora bien; ¿en qué consiste ese estilo propio de España y de lo hispánico? ¿Qué es la hispanidad? Tal fué el problema que dejamos planteado ayer para la conferencia de hoy: el de evocar -puesto que definir no es posible- ante ustedes la esencia del estilo español. Y digo que un estilo no puede definirse, porque el estilo no es un ser -ni real, ni ideal-; no es una cosa, no es un posible término ni de nuestra conceptuación, ni de nuestra intuición. Hay cosas que no pueden definirse -como por ejemplo, un color-, pero que son objeto de intuición directa. El estilo no es tampoco de estas cosas; porque el estilo no es cosa, sino «modalidad» de cosas; ni es ser, sino «modo» de ser. No es un objeto que nosotros podamos circunscribir conceptualmente, ni señalar intuitivamente en el conjunto o sistema de los objetos. El estilo no puede, pues, ni definirse ni intuirse. Entonces, ¿qué podemos hacer para conocerlo? ¿Cómo podremos formarnos alguna noción, o idea, o evocación, o sentimiento, de lo que es el estilo hispánico?

Lo mejor que podríamos hacer sería, sin duda, entrar en trato profundo y continuado con ese estilo; sumergirnos durante largas semanas y meses en el estudio de la historia de España; estar con los españoles, que fueron, en un largo comercio de íntima familiaridad; recorrer la península ibérica; contemplar sus paisajes; visitar sus ciudades, sus pueblos, sus aldeas; conversar con sus habitantes; admirar los cuadros que los españoles han pintado, las estatuas que han labrado y los edificios que han construído; leer las obras de su literatura y de su ciencia; oír sus cantos y sus músicas; mirar sus bailes; en suma, convivir real e intuitivamente con todas las manifestaciones de su vida pasada y presente. Y, al cabo de esa larga y variada convivencia con todo lo hispánico, con todas esas cosas en que está impreso el estilo, el modo de ser hispánico, tendríamos en nuestro espíritu una noción clara, precisa, intuitiva, aunque inefable e indefinible, del estilo español.

Pero este camino sería extraordinariamente largo y sólo practicable para contadísimas personas. Hay, pues, que buscar un sustituto. ¿Cuál? El único que en este caso se ofrece a las posibilidades humanas: la simbolización. Busquemos un símbolo, esto es, una figura que descifre y evoque todo ese montón de formas, esas modalidades en las cuales el estilo de la nacionalidad española se documenta. Cuando algo no puede ni definirse ni señalarse con el dedo; cuando algo no tiene posible concepto ni posible intuición, entonces la única manera de descifrarlo y evocarlo consiste en descubrirle algún símbolo adecuado. Símbolo es una figura real -objeto o persona- que, además de lo que ella es en sí y por sí misma, desempeña la función de descifrar y evocar algo distinto de ella. La bandera es un símbolo. La balanza de la justicia es un símbolo. De igual manera, ¿no podríamos descubrir alguna figura de cosa o de persona que nos empujase irremediablemente hacia ciertos pensamientos, ciertos sentimientos, ciertas emociones e intuiciones similares o idénticas a esa «modalidad» del ser hispánico? Intentémoslo y preguntemos, ante todo: ¿en qué figura podría simbolizarse lo español, el estilo de la hispanidad?

No podrá, desde luego, simbolizarse en una cosa. Para simbolizar un modo de ser viviente, una cosa inánime no sirve. La figura simbólica tendrá, pues, que ser figura de persona viva, un ser humano, un hombre. Puesto que lo que se trata de simbolizar aquí es un estilo de vida, el camino para hallar el símbolo no podrá ser otro que el de buscar en el arsenal de nuestra historia y de nuestra cultura españolas alguna figura humana que sea típica y que, sin ser real -pues sería entonces harto limitada-, designe en su diseño psicológico, con amplitud suficiente, la modalidad particular del alma española. ¿Dónde encontraremos semejante figura, que no siendo real se aplique, sin embargo, a la realidad hispánica y que no caiga en el peligro de la fría abstracción y del mero esquema? Lo primero en que se nos ocurre pensar es el arte. En las producciones del arte tenemos, efectivamente, un buen repertorio de figuras irreales y, sin embargo, concretas, y bien llenas de espiritualidad y de estilo hispánicos. Una solución muy atractiva sería, por ejemplo, la de simbolizar el estilo español en las figuras de Don Quijote y Sancho. Encontraríamos, sin duda, en ellas, un gran número de alusiones y evocaciones de la eterna hispanidad. También podría elegirse la figura artística del Cid. Acaso, igualmente, alguna traza sacada de un cuadro español famoso. Así no sería mal símbolo del estilo español la figura central del cuadro de Velázquez denominado las Lanzas. En esta escena vemos a Espínola recibiendo con gesto de suprema elegancia y benevolencia las llaves que entrega el burgomaestre de la ciudad de Breda. El contraste entre los dos personajes es notabilísimo. Velázquez ha sabido, con intuición genial, cifrar en esas dos figuras los estilos de dos pueblos completamente dispares. También el retrato del Greco, conocido bajo el nombre de «el caballero de la mano al pecho», nos proporcionaría quizás un elocuente símbolo de la humanidad española.

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