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MACÍAS EL ENAMORADO

MACIAS

La monumentalidad de los viejos vestigios de nuestra historia, se nos muestran intermitentes para que no olvidemos nunca nuestras raíces.Una vista general de la Iglesia de la Encarnación y el Castillo de Macías el Enamorado.Aquí, en este casi derruido castillo, aconteció la muerte del trovador, cuya historia ha sido regalada al Príncipe Don Felipe por su prometida Dª Letizia, escrita por Mariano José Larra con el título de "El Doncel de D. Enrique el Doliente".
Aquí tenéis una biografía del gallego que publiqué en la revista "Al Pie de la Parroquia"

"MACÍAS EL ENAMORADO"

La truncada vida joven de Macías, intensa, azarosa, vibrante, estremecedora y de una vehemencia apasionada, requiere una gran atención, especialmente para que los arjonilleros tengan constancia de la enjundia de tan entrañable personaje.
El nombre de Macías percute su destino en la Historia, convirtiendo la anécdota de su vida en verbo y expresión eterna, que llega hasta nosotros difuminada por el paso del tiempo, pero con la nitidez de las glorias de nuestra literatura que lo citan en infinidad de textos.
Nació en tierras de verde y bruma, donde los bosques umbrosos parecen encubrir el sortilegio de las meigas, donde los ríos son macho y son hembra; tierra de agua llovida con pertinaz niebla, de mares de espumas bravías que devoran sus leyendas. Allí, en la inmarcesible Galicia, nació el Gran Macías, “El Enamorado”, en Padrón, la antigua Iria Flavia.
Aunque no son muy abundantes las noticias respecto a su infancia, algunos aseguran que procedía de una familia de hidalgos de la más rancia nobleza del reino de Galicia, y aunque lo material no da blasones, creció en un ambiente de distinción y exquisitez, no hay acuerdo entre los cronistas en lo referente a la fecha de su nacimiento, mientras unos dicen que fue a mediados del siglo XIV, otros suponen -con mayores probabilidades de acierto, según deducciones- que fue a principio del siglo XV, e incluso dan como fecha exacta de su muerte, en Arjonilla, la de 1.434.
La Providencia fue pródiga y no regateó en dones al dotar a Macías de una belleza atrayente, de un talento encantador, pero le entregó también, para su mal, un alma plena de sensibilidad, henchida de espiritualidad, que vibraba a la menor ráfaga de emoción. Y este apasionamiento que a veces le hacía sufrir y a veces le hacía gozar, se reflejaba después en sus versos dulces y nostálgicos. Las Musas habían tejido para él una diadema de rosas y mirto, con singular complacencia.
Aficionado a la música, de la que era tan apasionado como de la poesía, crecía entre melodías y trovas, mientras la fama de sus endechas hicieron que su nombre se rodeara de un nimbo halagador. Era feliz; pero una ambición irrefrenable le acuciaba: quería marchar lejos para acrecentar sus triunfos. Sus padres no pudieron detenerlo, escribieron a D. Alvaro de Sarabia, tío de Macías, que contaba con la amistad del marqués de Villena, para que éste fuese su protector y así sucedió, dos meses después llegó la respuesta: “Haced presentes mis plácemes a Macías, a quien el marqués de Villena considera ya su doncel y espera con impaciencia- decía en su carta D. Alvaro de Sarabia-. Que no tarde en venir. Ha tenido suerte, y si la fortuna sigue favoreciéndole, puede subir muy alto...”
Macías no podía creer que fuera realidad esta carta, temía que sólo fuesen cosas de su imaginación. Porque, ¿de verdad le llamaba D. Enrique de Aragón, el admirado poeta, el poderoso maestre de Calatrava, el famoso marqués de Villena? ¿y, además, le había nombrado su doncel? Era inimaginable tanta dicha, ciertamente, sus trovas serían aplaudidas por toda la relumbrante Corte de D. Juan II. ¡Sería llamado por el halo de la gloria!
La última tarde que pasó en su dulce Galicia, desbocada ya su fantasía, cuando se despedía de los verdes y húmedos campos florecidos, cerca de un rió, acomodado al pie de un sauce de aterciopeladas hojas, con la dorada luz crepuscular, escuchó el trino de un ruiseñor y templando su laúd, comenzó a recitar uno de sus más melancólicos poemas: “Ruiseñor, véote quejoso.” Su canto fue interrumpido por una voz acariciadora que le llamaba, al mismo tiempo que aparecía ante él una preciosa chiquilla tocada con un vaporoso vestido blanco, rubia, frágil y de ojos celestes, era Arminda. Enamorada del trovador, le preguntó si era verdad que se marchaba y después de conversar un rato le declaró su amor, incrédula, pensó que al decírselo desistiría, pero Macías le contestó que lo sentía, pero que no compartía ese sentimiento. Deploró haberle inspirado un amor imposible, pidió al cielo que la niña fuera feliz y ésta, entre sollozos, con los ojos refulgentes de odio, altivamente le dijo:
¡Ingrato! Padecerás un amor tan desgraciado que no podrás tener consuelo y morirás entre angustias, lejos de la mujer que te traicionó.”
A la mañana siguiente dejó el pazo solariego y se dirigió, repleto de ilusiones y con el corazón ahíto de esperanza, hacia la yerma Castilla. Se despidió de los robles, de las abruptas y agrestes montañas, de la tierra celta.
Nuestro héroe había emprendido el camino hacia Castilla en busca de la gloria. Allí le esperaba D. Enrique de Aragón, Marqués de Villena, Maestre de Calatrava, un gran señor de sentimientos nobles y de fervorosa afición al estudio. Su perseverante predilección por la astrología y la alquimia le supusieron más de un disgusto debido al fanatismo de la época, pero el marqués fue rehabilitado gracias a su talento y bondad extraordinaria.
Antes de llegar Macías, el Maestre de Calatrava ya conocía algunos de sus poemas y sentía una creciente admiración por él. A su llegada, acompañado de su tío D.Alvaro de Sarabia, recibió la cordial bienvenida del marqués y de su esposa, Dª.María de Albornoz, hermosa dama de elegante figura y halagadora simpatía, aún joven y atractiva.
D. Enrique, impresionado por la dignidad de su doncel, se dirigió a su esposa inquiriendo la presencia de su dama de honor Elvira, para que Macías conociera a la joven, que después habría de ser su amada e, indirectamente, la causa de su muerte.
Beatriz, doncella de D. María, avisó a la dama y, al instante, apareció una criatura resplandeciente de belleza, que a Macías produjo una sensación indescriptible, no sabía si era de carne y hueso o una aparición celeste.
Dª Elvira de Guzmán era huérfana desde la infancia y descendía de una noble familia emparentada con el Marqués de Villena, vivía con ellos más en calidad de hija que de dama. Tenía unos quince años, ojos negros, dulce expresión y el cabello caoba oscuro.
Cuando la angelical doncella fue presentada a Macías, éste notó enseguida que algo le había hecho cautivo de la belleza de tan deliciosa doncella y sintió el magnetismo que había irradiado en el corazón de la dama, comprendiendo que su suerte estaba echada al lado de ella. Se amaron con la ilusión y la pureza del primer amor y ocultaron sus sentimientos como una ostra guarda su perla. Comenzó el idilio, Solían verse para hablar en una iglesia próxima a la mansión del Marqués de Villena. En la misa de alba, Elvira, acompañada siempre por su doncella Beatriz, charlaba amorosamente con Macías comunicándole sus anhelos y la esperanza de unirse cualquier día en matrimonio. El poeta le dedicaba sus poemas, mientras la musa, embriagada por el encanto de las estrofas se aturrullaba extasiada, después se despedían entrelazando sus manos y dedicándose una mirada de amor entrañable.
Mientras tanto, el marqués anunció a Macías la inminente presentación del doncel ante la Corte, que por aquel entonces estaba en Segovia.
El trovador se sintió muy halagado pero se estremeció de temor pensando que podría desentonar ante tan ilustres personajes. Recordemos que en aquel tiempo la Corte Real estaba plagada de grandes de las letras como Juan de Mena, Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, D. Álvaro de Luna, Rodrigo de Cota... Sin olvidarnos del propio Marqués de Villena.
De esta manera Macias llegó a la presencia de Juan II, padre de Isabel la Católica. En una época desastrosa, escasa de riqueza pero abundante de intrigas y luchas, parecía imposible que pudieran celebrarse fiestas de tamaña suntuosidad y esplendor. Se derrochaban manjares, se competía en torneos, y las justas poéticas habían llegado a su más alta perfección.
El soberano recibió cordialmente a Macías, había leído ya algunas trovas y sabía de sus exquisiteces por los elogios del marqués de Villena y, gracias a sus innegables méritos, el gallego cayó en gracia ante el rey y sus vates más ilustres, incluyendo al propio D. Álvaro de Luna. No sólo se hizo famoso como trovador, sino como un sobresaliente justador en los torneos, despertando la atracción de bellas damas de la Corte que se disputaban sus palabras.
Elvira asistía a fiestas palaciegas, acompañando a Dª María de Albornoz. La señora, que sentía amor por joven, sospechaba que Elvira y él se habían enamorado y trataba de dar celos a su dama de honor poniendo en el alma del poeta expresiones de complacencia hacía otras damas, pero Elvira, comprendiendo las intenciones de la señora, sonreía recordando las promesas que ella y Macías guardaban en sus corazones.
Nuestro insigne personaje pronto acaparó un gran prestigio que le hizo granjear grandes amistades y elogios pero también le acarreó graves envidias sobresaliendo la de D. Alfonso de Haro, joven caballero apuesto e intrigante, además de burlador impertinente. Era un gran justador , insolente y pedante y quiso enemistar a Macías con su señor, pero como sus esfuerzos eran inútiles trató de vencerlo en un torneo. No lo consiguió a pesar de sus trepas, ganándose la fama de mal caballero y el desprecio del Marqués que lo llamó villano y traidor.
Pero una vil trampa se estaba cerniendo a espaldas de Macías, Dª María de Albornoz no podía reprimir su indomable pasión por el juvenil trovador, ni los celos que sentía al verlo platicar amorosamente y aunque se avergonzaba d aquellos pensamientos, al fin, realizó un plan diabólico para separar a Macías de su amada. Convenció a su marido para que enviase al poeta a guerrear contra los enemigos de Castilla, aunque a éste le costó decidirse.
El "Enamorado" sintió como si le, clavaran una espina cuando D. Enrique le, preguntó que si estaba dispuesto a guerrear en Navarra. ¡Alejarse de su amada Elvira! Pero no se inmutó exteriormente por el contrario, se mostró de acuerdo y satisfecho con la decisión de su señor y manifestó con palabras de orgullo y agradecimiento el honor que se le dispensaba.
Los enamorados se despidieron después de muchas lágrimas de Elvira, en una casa cerca de un río que pertenecía una anciana llamada Fuencisla. La joven cantó arrullada por las notas de la cítara de Macías. De pronto, Elvira se acercó a la orilla del riachuelo y quiso cortar una flor azul que estaba al otro lado, perdió el equilibrio al agarrarla y las bravas aguas de la corriente la arrastraron en torbellino. Macías, exponiendo su vida se lanzó al agua v salvó a su amada que todavía tenía prendida en la mano la flor.
Ya en la guerra, nuestro héroe no podía imaginar lo que se urdía en su ausencia. Los días pasaban lentos y melancólicos, tanto para él como para su amada que no tenía noticias de su poeta. No se le ocurría pensar que la hubiese olvidado o estuviese muerto. Y, sin embargo... ¿cómo podía evitar tan amarga duda?

Tan solo Beatriz, a quien, como a una hermana, confiaba sus cuitas, le aliviaba su alma dolorida, recomendándole que rezara, tuviera fe y esperara, haciéndole así más soportable el trance.
Sucedió entonces el traslado de los marqueses de Villena a una comarca perteneciente al maestrazgo de Calatrava, en tierras de Jaén, donde no lejos, en Porcuna, habitaba un rico hidalgo, Don Hernán Pérez de Vadillo, ya maduro, pero arrogante de cuerpo y espíritu, aunque más irascible que manso. Cuando vio a Doña Elvira quedó prendado de su hermosura, cayendo locamente enamorado de la dama, a la que comenzó a cortejar proponiéndose hacerla su esposa; mas la doncella no reparó siquiera en tan impertinente caballero.
No obstante, a Doña María de Albornoz no le pasó desapercibido el hecho y, por razones que todos comprenderéis, tras lo relatado, vio la oportunidad de poner en práctica sus crueles planes, que con tanta metodicidad había preparado.
Empezó por insinuar con hábil suavidad, la sospecha de que Macías había muerto en Navarra; poco a poco convirtió la sospecha en dolorosa realidad, originando en Elvira -tal y como había previsto- el terrible dolor que, para colmo, se veía forzada a fingir como si la desgracia no le afectara.
La pérfida María, amparada en la bondad de la joven, le hizo ocultar la noticia al marqués, aduciendo el hondo cariño que éste profesaba al doncel.
-No diré nada, señora –contestó con entereza Elvira cuando la señora se lo pidió-. Y vos ¿cómo habéis sabido...
No pudo continuar, un nudo cerró su garganta. Balbuceante continuó...que Macías había muerto?
- Lo sé por su tío, D. Alvaro de Sanabria –que por cierto se halla enfermo de mucha gravedad, según me dice en su carta-, me comunicó sigilosamente la triste nueva.
Pasaron unas semanas y la marquesa comenzó a elogiar los méritos de D. Hernán Pérez de Vadillo y a ponderar su fortuna.
Pero la doncella oía con indiferencia tales alabanzas.
Cuando la marquesa creyó abonado el terreno se atrevió a dar el paso definitivo. Habló a su marido del asunto indicándole la necesidad de casar a la joven por motivos de edad. El marqués no encontraba tanta premura y preguntó su vez que habría que buscarle marido; en ese momento Doña María recomendó al caballero de Porcuna que con tanto ahínco cortejaba a Elvira, alabando ante su esposo su categoría y predisposición.
Convencido con las artes de las que sólo las perversas mujeres saben hacer gala, Don Enrique de Villena llamó a Elvira y la conminó a casarse a pesar de declarar que no lo amaba ni lo amaría nunca. A tal aseveración, el marqués indagó preguntando si quería a otro. Elvira vaciló, como si intentase declarar su secreto; pero, llorando, no contestó.
A Don Enrique le pareció inhumano forzar la voluntad de la joven, pero ante la continua insistencia y el empecinamiento de su esposa, le aconsejó el matrimonio con el pretexto de que no debía desaprovechar una ocasión que le proporcionaría una apetecible felicidad.
De esta manera se sacrificó el amor de Macías y Elvira por la pasión de una malvada mujer.
Mientras tanto, nuestro héroe combatía valerosamente por los campos de Navarra y Aragón, recibiendo tres graves heridas y cubriendo de gloria su nombre. Estaba satisfecho, pero él sólo pensaba en Elvira. Sabía que ella lo esperaba y era necesario apresurar el regreso.
Como premio a su bravura, le dieron la anhelada licencia, y aunque sus heridas no habían cicatrizado lo suficiente, no dudó en ponerse en camino. Este le pareció interminable.
Cuando llegó a Segovia le informaron que su bien amada no estaba en Castilla. "Cerca de Jaén..." -le indicaron-. y corrió hacia nuestra tierra.
Pueden imaginarse con qué alegría le recibió el marqués y con qué reserva lo saludó Doña María.
-¿ Y Doña Elvira ? -inquirió el doncel, sin poder reprimir su ansiedad.
El Marqués contesto, muy complacido:
-Elvira se casó con un rico hidalgo.
Macías, preso de espanto, indignación y amargura no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
Entonces relató el juramento de amor que se habían hecho los jóvenes y proclamó que ella lo había traicionado y mientras, infeliz, casi desvanecido, recordó a la gentil amiguita de su Galicia natal, y recordó su maldición: "Padecerás un amor tan desgraciado que no podrá tener consuelo, y morirás entre angustias, lejos de la mujer que te traicionó ".
El doncel estuvo a punto de morir de angustia y melancolía de no ser por la marquesa, que arrepentida, con solicitud, delicadeza y ternura de madre lo atendió.
Una vez recuperada la salud y amortiguada su desesperación, porque la misma fuerza de su amor le sostuvo y reavivó, empezó a reconquistar su fe en el amor de su musa.
-"No puedo creer que haya dejado de quererme", -se repetía, y este pensamiento le alentó-. Escribió a su amada y, recordando a Beatriz, la fiel doncella, pensó en confiarle la carta para que la entregase a su amada.
Beatriz seguía prestando sus servicios a la desconsolada Elvira, la esposa dolorida del rico Hernán Pérez de Vadillo, que a pesar de su rudeza, la quería, aunque no podía conseguir la más leve mueca de asentimiento por parte de su amada.
Cuando Beatriz estrechó la mano de Macías, las lágrimas se derramaron por sus mejillas y, sin dilación, contó al trovador la verdad detallada, el sufrimiento que embargaba a su dueña y las terribles intrigas urdidas por Doña María.
Entonces, Macías entregó la carta a Beatriz y a pesar de que ésta presuponía el tema escabroso, considerando la misiva de amor como algo no muy conforme con la rectitud, él la convenció de que su amor era santo. Ante tanta exaltación, Beatriz decidió complacer al poeta y le indicó que al día siguiente le traería la respuesta de su señora.
El gallego sintió un alivio al escuchar, al día siguiente, que su esperanza se veía correspondida y Elvira no había dejado de amarle. A partir de entonces no se interrumpiría la correspondencia entre ambos, haciéndose cada vez más intensa, hasta el punto de que el ignorante hidalgo de Porcuna no tenía ni la más leve sospecha.
Como la pasión del joven se exaltaba cada vez más con el paso del tiempo, Hernán Pérez llegó a enterarse de los novelescos amores de la pareja y, aunque incrédulo, no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia. Entonces se sintió terriblemente indignado; no culpó a su esposa, sino que pensó que era víctima de aquel "extraño loco", y sólo sobre éste descargó sus iras. Lo hubiera matado, a no ser porque temió irritar al Marqués de Villena, que como sabemos tenía en gran estima a su doncel.
Apaciguados sus primeros impulsos, visitó al Marqués y le relató lo sucedido ante la sorpresa de éste que le preguntó si no era una equivocación
Hernán respondió que desgraciadamente no lo era y que su deshonra era pública y ridiculizante, por lo que pidió al marques un castigo para el culpable, o de lo contrario se tomaría la justicia por su mano.
El Marqués prometió que reprendería severamente a Macías, y así lo hizo llamándolo inmediatamente y reprochándole su proceder.
El doncel puso al corriente al Marqués de lo sucedido, aunque, no obstante, éste conminó a Macías para que desistiera de cortejar a la dama, pero todo fue imposible, ni los consejos, ni las súplicas, ni las amenazas consiguieron que "El Enamorado" desistiera de cantar sus trovas llenas de pasión a Elvira, haciendo crecer, cada vez más, los celos del hidalgo esposo.
D. Enrique, muy enojado con el curso de los acontecimientos, y temeroso de que todo acabase en tragedia, acordó encerrar en la torre de Arjonilla -dependiente del maestrazgo de Calatrava- al infortunado trovador, para ver si así se curaba, meditando en la soledad de su retiro.
Pero sucedió al contrario, la soledad de los muros del castillo exacerbó su amor y a su vez hostigó aún más el coraje del ofendido Don Hernán, azuzado, incluso, por las insinuaciones de gente escandalizada, que le hizo correr hasta la torre para retar al trovador.
De las versiones que refieren la muerte de nuestro héroe, vamos a contar las dos más verosímiles.
La primera dice que cuando llegó el hidalgo a la torre de Arjonilla, sediento de venganza, vio al prisionero asomado a la ventana recitando la sentida endecha, melancólica y ardiente, dirigida a su musa. El fuego de aquellas estrofas irritó tanto a Hernán Pérez, que montando en cólera, arrojó su lanza contra el indefenso poeta, quedando allí mal herido y expirando poco después con una solo palabra en su boca: Elvira.
El infante don Pedro de Portugal, en una segunda versión, da como seguro que el hecho aconteció así:
Cuando los dos rivales se encontraron en un camino por donde acababa de pasar Elvira, cabalgando sobre un precioso alazán, de pronto oyó una voz que estremeció todo su ser. Alguien la llamaba... Se detuvo y con una honda emoción contempló a Macías que la miraba extasiado.
-¿ Quieres apearte un momento? .Yo te ayudaré.
-¡Oh, no, no! ¡Qué desatino!. Me vigilan, y creo que también me siguen. Si Hernán nos sorprendiese...
-¿ Qué me importa?
-Aléjate sin tardanza, te lo suplico.
Sacó de su pecho una cajita de plata, y de ella una flor marchita.
Era la flor azul. Macías saltó de la caballería, pero apenas había dado unos pasos cuando se oyó a lo lejos el galopar de un caballo.
-¡Es Hernán! -sollozó Elvira con espanto-, ¡Huye, huye pronto!. De un brinco se acomodó sobre su alazán y lo espoleó vivamente.
Macías se arrodilló y besaba las huellas de los menudos pies de su amada, cuando lo sorprendió Pérez de Vadillo.
-¿ Qué hacéis ahí? –indagó iracundo-

-Besaba el polvo que ho1laron los pies de mi amada.
Enloquecido por la respuesta, el hidalgo no vaciló en cometer un asesinato; atravesó con su lanza el pecho del trovador y huyó en un desenfrenado galope hacia el reino de Granada, donde se refugió.
El entierro del Macías fue de una solemnidad indescriptible. El rico ataúd, cubierto de flores y conducido por los más prestigiosos hidalgos, acompañados por el marqués de Villena, fue depositado en la iglesia de Santa María de Arjonilla (Santa Catalina, dicen algunos cronistas), donde quedó sepultado. Sobre su tumba, en una lápida de mármol blanco, reza la inscripción: "Aquí yace Macías "El Enamorado". Pero se asegura que él había escrito este bello epitafio:
"Aquesta lanza sin falla,
¡Ay costado!
non me la dieron del
muro
ni la prisé ya en batalla
¡Mal pocado!
Mas viniendo a ti seguro,
Amore falso e perjuro
Me firió e sin tardanza
E tal fue la mía andanza
Sin ventura”.

Cuando la marquesa se enteró de lo sucedido, se retiró a un convento para apagar su remordimiento. Elvira visitaba todos los días la tumba, sobre la que depositaba, entre lágrimas y plegarias, una flor azul...

Aurelio Ortega Barrera
 

 

 

 

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