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III DOMINGO DE ADVIENTO

 

Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al
Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza 9.
«Creo en el Espíritu Santo» El Espíritu Santo en la fe de la

Iglesia.

 

Queridos hermanos y hermanas: Con la catequesis de hoy
pasamos de lo que se nos ha revelado sobre el Espíritu Santo en
las Sagradas Escrituras a cómo está presente y actúa en la vida
de la Iglesia, en nuestra vida cristiana.
En los tres primeros siglos, la Iglesia no sintió la necesidad de
dar una formulación explícita de su fe en el Espíritu Santo. Por
ejemplo, en el Credo más antiguo de la Iglesia, el llamado Credo
de los Apóstoles, tras proclamar: «Creo en Dios Padre, creador
del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, que nació, murió,
descendió a los infiernos, resucitó y subió a los cielos», se
añade: «[Creo] en el Espíritu Santo» y nada más, sin ninguna
especificación.
Pero fue la herejía la que impulsó a la Iglesia a especificar esta
fe. Cuando comenzó este proceso -con San Atanasio, en el siglo
IV- fue la experiencia vivida por la Iglesia de la acción
santificadora y divinizadora del Espíritu Santo la que la condujo a
la certeza de su plena divinidad. Esto ocurrió en el Concilio
Ecuménico de Constantinopla del año 381, que definió la
divinidad del Espíritu Santo con estas conocidas palabras que
aún hoy repetimos en el Credo: «Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida, que procede del Padre [y del Hijo], que
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que
habló por los profetas».

Decir que el Espíritu Santo es “Señor” era como decir que
comparte el «señorío» de Dios, que pertenece al mundo del
Creador, no al de las criaturas. La afirmación más fuerte es que
se le debe la misma gloria y adoración que al Padre y al Hijo. Es
el argumento de la igualdad en el honor, muy querido por San
Basilio el Grande, que fue el principal artífice de esa fórmula: el
Espíritu Santo es Señor, es Dios.
La definición conciliar no fue un punto de llegada, sino de partida.
Y, de hecho, una vez superadas las razones históricas que
habían impedido una afirmación más explícita de la divinidad del
Espíritu Santo, ésta se proclamaría tranquilamente en el culto de
la Iglesia y en su teología. Ya San Gregorio Nacianceno, tras ese
Concilio, afirmará sin más reparos: «¿Es entonces Dios el
Espíritu Santo? Ciertamente. ¿Es Él consustancial? Sí, si es Dios
verdadero».
¿Qué nos dice a nosotros, los creyentes de hoy, el artículo de fe
que proclamamos cada domingo en la Misa? “¿Creo en el
Espíritu Santo?” En el pasado, nos ocupaba principalmente la
afirmación de que el Espíritu Santo «procede del Padre». La
Iglesia latina pronto completó esta afirmación añadiendo, en el
Credo de la Misa, que el Espíritu Santo procede «también del
Hijo». Dado que en latín la expresión «y del Hijo» se
dice «Filioque», esto dio lugar a la disputa conocida con este
nombre, que fue el motivo (o el pretexto) de muchas disputas y
divisiones entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente.
Ciertamente, no es el caso de tratar aquí esta cuestión, que, por
otra parte, en el clima de diálogo establecido entre las dos
Iglesias, ha perdido la dureza del pasado y permite hoy esperar
una plena aceptación mutua, como una de las principales
«diferencias reconciliadas». Me gusta decir esto: «diferencias
reconciliadas». Entre los cristianos hay muchas diferencias: este
es de esta escuela, este es de aquella otra; este es protestante,
este otro…Lo importante es que estas diferencias sean
reconciliadas, en el amor de caminar juntos.
Superado este escollo, hoy podemos valorar la prerrogativa más
importante para nosotros que se proclama en el artículo del
Credo, es decir, que el Espíritu Santo  es decir, da

la vida. Nos preguntamos: ¿qué vida da el Espíritu Santo? Al
principio, en la creación, el soplo de Dios da a Adán la vida
natural; de una estatua de barro, lo convierte en «un ser viviente"
(cf. Gn 2,7). Ahora, en la nueva creación, el Espíritu Santo es
quien da a los creyentes la vida nueva, la vida de Cristo, vida
sobrenatural, de hijos de Dios. Pablo puede exclamar: «La ley
del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te ha liberado de la ley
del pecado y de la muerte» (Rom 8,2).
¿Dónde está, en todo esto, la noticia grande y consoladora para
nosotros? En que la vida que nos da el Espíritu Santo es la vida
eterna. La fe nos libera del horror de tener que admitir que todo
termina aquí, que no hay redención para el sufrimiento y la
injusticia que reinan soberanas en la tierra. Nos lo asegura otra
palabra del Apóstol: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús
de entre los muertos, habita en ustedes, el mismo que resucitó a
Cristo de entre los muertos también dará vida a sus cuerpos
mortales por medio de su Espíritu, que habita en ustedes» (Rom
8,11). El Espíritu habita en nosotros, está dentro de nosotros.
Cultivemos esta fe también por aquellos que, a menudo sin culpa
propia, se ven privados de ella y no pueden dar sentido a la vida.
¡Y no nos olvidemos de dar gracias a Aquel que, con su muerte,
nos obtuvo este don inestimable!

PAPA FRANCISCO

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